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Jabones en Villa Ostrá

Fue un día de paseos interesantísimo y, lo divertido, es que fuimos a un lugar que, ni Ana ni Mirko –mis amigos– conocían todavía.

Cuando uno visita Praga, NO puede dejar de visitar las
pequeñas tiendas en donde venden jabones y aromas de todo tipo –de fabricación
artesanal– que entregan envueltos en papeles de diario. Es más, todos los
amigos, cuando se enteran de que uno viajará a Praga, pedirán aunque más no
sea “un” jaboncito.

Pues “esta marca de jabones” –para no hacer
propaganda– ha inaugurado un sitio muy bonito a unos 35 km de Praga, en
dirección a Hradec Králové, en Villa Ostrá; allí tienen los campos de
flores de donde sacan sus esencias y de las que se pueden comprar plantas pequeñas.

Han construido un pueblito antiguo, medieval, todo de
madera, en donde se pueden ver a los artesanos cada uno en su oficio: amasando
el pan, tejiendo en telar, forjando el hierro, destilando vinos y aceites,
confeccionando muebles de madera, tiñendo lanas de cabra u oveja, fabricando
velas y jabones.

También se ven danzas y cantos tradicionales, acompañados por
música interpretada en instrumentos antiquísimos, en espectáculos que hacen
la delicia de los visitantes. El aire huele a tiempos idos y a flores.

Tienen terrenos enormes para que jueguen los niños
–vigilados por atentas “doncellas checas”– a juegos sencillísimos del
siglo XV, la mayoría de ellos hechos en madera, como un gran círculo en donde
hay que embocar una pelota, tiro con arco y flecha y algo similar al croquet.

 También hay lugares para comer… ¡Y cómo!

Cuando
llegamos, estaban preparando un
cerdo enorme en una especie de espada giratoria –tipo spiedo– con el fuego
encendido con leños.

¡En toda mi vida no recuerdo haber comido algo más
rico que eso! Estuvimos preguntando y nos dijeron que lo sazonaban con cerveza,
hierbas y miel, todo casero, por supuesto. ¡Una delicia!

Luego de los postres, especiales también, nos fuimos
a KUTNA HORÁ, distante unos 40 km de donde estábamos.

Es también un pueblo pequeño, antiguamente poblado por mineros, que son los que decidieron construir la
Catedral.

El sitio todo tiene unas edificaciones magníficas y
es inconcebible pensar que esos hombres sin instrucción pero movidos por la fe
–sólo asesorados por arquitectos, pero con sus manos– hayan edificado una
Catedral como la de Kutna Horá.

Está cubierta de grabados en madera en sus bancos,
altares, confesionarios, puertas y, lo que más llama la atención es que ¡no
hay una talla que sea igual a la otra!… ni en el interior ni el exterior de la
majestuosa construcción.

El obligado café con crema, tomado en una cafetería
con balcón aterrazado, orientado hacia el valle, las demás Iglesias y, más
allá, las montañas, mientras escuchábamos el silencio, fue el punto final del
viaje a Kutna Horá, lugar poco visitado por los turistas, pero que vale la pena
conocer.

 

 

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