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El viaje

Ya con todos los papeles en la mano, estaba listo para emprender el nuevo camino que pensaba no sería el definitivo.

En
efecto, seguía teniendo la intención de irme, ni bien pudiera, a Palestina y
reunirme con el resto de mis compañeros.

Pero
el hombre propone….

El
9 de noviembre tomé el tren para Varsovia, y ese mismo día me entregaron el
pasaje y 2 dólares, todo mi capital (!!). De allí nos fuimos a Gdynia, un
puerto polaco en donde embarcamos en un barco chico hasta Ámsterdam, desde
donde salía el barco de bandera holandesa, el Flandria, que nos llevaría a la
Argentina.

Viajamos
en tercera clase junto con otras 450 pasajeros de diversas nacionalidades, sobre
todo italianos, españoles y polacos.

Y
viajamos en tercera porque no había lugar donde poner una cuarta clase: nuestro
lugar era en la bodega que habían vaciado y llenado con cuchetas con tres camas
superpuestas.

Éramos
unos cincuenta judíos, algunos casados, otros religiosos que se la pasaban
rezando. Con los demás no tuvimos
ningún problema, y de hecho compartíamos juegos, canciones y ayuda mutua,
sobre todo cuando se desató una tormenta.

Terminó
no siendo más que un susto, pero muchos se descompusieron y tuvimos que
ayudarlos a superarlo.

En
el barco conocí a un muchacho de mi edad de Varsovia, Lázaro Melcer, que
estaba en las mismas condiciones que yo. Sin parientes ni conocidos en Buenos
Aires, tenía una pequeña gran ventaja en esos tiempos en que tener un oficio
era una ventaja: era relojero.

Pasamos
todos esos días en el barco pensando en el porvenir. Él, al menos, era
relojero pero yo ¿qué iba a hacer?, ¿quién me ayudaría?, ¿dónde iría?

El
27 de noviembre llegamos a Montevideo, un trasbordador vino a buscar a los que
descendían allí, y nosotros seguimos viaje hasta Buenos Aires.

Llegamos
al día siguiente, y a medida que nos acercábamos a puerto todos esperábamos
ansiosos en cubierta. Muchos tenían familiares que los esperaban, se escuchaban
los gritos de uno y otro lado nombrando a los que llegaban y a los que esperaban
en el puerto.

La
mayoría de los judíos tenía familiares. Mi amigo y yo estábamos juntos, en
un lugar apartado, mirándonos y cada uno con su pensamiento: ¿qué hacemos?,
¿dónde vamos?

Primero
bajaron los que tenían parientes que los esperaban y después los demás.

Nos
llevaron al Hotel de los Inmigrantes. Los judíos mantuvimos juntos, y al rato
se nos acercaron dos personas, se presentaron y en ídish nos dijeron que venían
de la sociedad judía para ayudarnos en lo que pudieran.

Nos
llevaron a una oficina donde había unos bancos largos, nos hicieron sentar y
nos iban llamando de a uno.

Nos
preguntaban nombre y apellido, origen, profesión y si teníamos conocidos en el
país. Anotaron todo, y nos acompañaron al primer piso, con mi amigo siempre al
lado.

Era
un salón enorme con cuchetas de a tres camas. Cuando vimos las camas perdimos
las ganas de acostarnos.

Con
Melcer convinimos dormir afuera sobre unos bancos de cemento que había.

Los
paisanos que nos habían tomado los datos prometieron volver al día siguiente,
nos dieron un vale para el comedor.

A mí
me dieron un peso en efectivo indicándome como llegar a la dirección que tenía
de una familia conocida, vecinos de mi abuelo materno en un pueblo del interior
de Polonia que estuvieron una o dos veces en mi casa de Lublín.

Al
día siguiente nos levantamos muy temprano. El banco de piedra era muy duro y
estábamos a la intemperie, pero las camas estaban tan sucias y tenían tantos
bichos que teníamos miedo de amanecer de nuevo en Polonia.

Continuará….