El
entró y la vio. Ella estaba allí, como caída o tirada sobre la alfombra del
living. Desnuda en el silencio de la sala, como esperándolo.
El
precisamente tenía ganas de algo así, y verla allí a su disposición, donde
no hubiera pensado, reavivó su deseo.
Una
tenue claridad se filtraba por el ventanal del departamento, empujada por los
rojizos matices del atardecer.
La
miró de nuevo, pausadamente, estimulando un apetito que se le estaba haciendo
carne.
Ella,
impasible, permanecía en el piso. Su piel parecía suave, tersa, y sus
protuberancias turgentes.
El
imaginó con placer, anticipadamente, su intimidad de color rosado. Quería
palpar esos pelillos rubios, casi transparentes,.
La
recorrió lentamente con la vista. Ella se dejaba poseer anticipadamente con la
mirada. Sus curvaturas lisas, llenas, eran casi perfectas. Tenía unas
redondeces sutiles y bellas.
El
pensó que, primero, podría recorrer su superficie con sus labios sintiéndola
cerca y percibiendo su aroma. Y pensó en el placer de deslizar sobre ella sus
dedos, como patines sobre su piel antes de hacerla suya.
Pensó
en hincar sus dientes suavemente en esa anatomía perfecta, digna del mejor diseñador.
Ella
se dejaba desear, desdeñosa. Silenciosa.
Finalmente
él no pudo más. Sudoroso, sediento y acelerado
como había llegado, se abalanzó sobre ella. Ella no opuso resistencia.
El
la tomó en sus manos con fuerza, casi con brutalidad, y la fue acercando a su
boca. Sintió su perfume salvaje.
Cuando
iba a producirse el acto supremo, saciando uno de los instintos más primitivos
del género humano, él sonrió. Realmente encontrarla era una agradable
sorpresa.
Ella
era bellísima y apetitosa. Era la mejor fruta de durazno que había visto jamás.
Entonces
la comió.
(Mercedes,
Corrientes; 1978)
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