Crecen
sin pedir permiso a la vida. Crecen con una estridencia alegre y, a veces, con
alardeada arrogancia. Pero no crecen todos los días, crecen de repente.
Un día se sientan cerca de
ti y con una naturalidad increíble te dicen cualquier cosa que te indica que esa
criatura de pañales, ¡ya creció!
¿Cuándo
creció que no lo percibiste? ¿Dónde quedaron las fiestas infantiles, el juego en
la arena, los cumpleaños con payasos?
El niño crece en un ritual
de obediencia orgánica y desobediencia civil. Ahora estas allí, en la puerta de
la discoteca esperando no sólo que no crezca, sino que aparezca.
Allí están muchos padres al volante esperando que salgan. Y allí están nuestros hijos, entre hamburguesas y gaseosas. Con el uniforme de su generación y sus incómodas y pesadas mochilas en los hombros.
Allá estamos nosotros, con los cabellos canos. Y esos son nuestros hijos, los que amamos a pesar de los golpes de los vientos, de las escasas cosechas de paz, de las malas noticias y la dictadura de las horas.
Ellos crecieron amaestrados, observando y aprendiendo con nuestros errores y nuestros aciertos. Principalmente con los errores que esperamos no se repitan…
Hay un periodo en que los padres vamos quedando huérfanos de los hijos. Ya no los buscaremos más en las puertas de las discotecas y del cine.
Pasó el
tiempo del piano, el fútbol, el ballet, la natación. Salieron del asiento de
atrás y pasaron al volante de sus propias vidas.
Deberíamos haber ido más
junto a su cama, al anochecer, para oír su alma respirando conversaciones y
confidencias entre las sábanas de la infancia, y a los adolescentes, cubrecamas
de aquellas piezas con calcomanías, afiches, agendas coloridas y discos
ensordecedores.
Pero crecieron sin que agotáramos con ellos todo nuestro afecto. Al principio fueron al campo, la playa, navidades, pascuas, piscinas y amigos. Sí, había peleas en el auto por la ventana, los pedidos de la música de moda.
Después llegó el tiempo en que viajar con los padres comenzó a ser un esfuerzo, un sufrimiento, no podían dejar a sus amigos y primeros enamorados.
Quedamos los padres exiliados de los hijos. Teníamos la soledad que siempre
deseamos, y nos llegó el momento en que sólo miramos de lejos, oramos mucho (en
ese momento se nos había olvidado) para que escojan bien en la búsqueda de la
felicidad y conquisten el mundo del modo menos complejo posible.
El secreto es esperar. En
cualquier momento nos darán nietos.
El nieto es la hora del cariño ocioso y la picardía no ejercida en los propios hijos. Por eso, los abuelos son tan desmesurados y distribuyen tan incontrolable cariño.
Los nietos son la última oportunidad de reeditar nuestro afecto.
Así es. Los seres humanos sólo aprendemos a ser hijos después de ser padres; sólo aprendemos a ser padres después de ser abuelos.
En fin,
pareciera que sólo aprendemos a vivir después de que la vida se nos va
pasando…
Enviado por Irma. ¡Muchas
gracias!
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