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Con la arena en la garganta

Tenía los ojos abiertos. En la garganta y en las fosas nasales la arenilla persistía. En sus oídos seguía percibiendo el aire frío de la época; pero no tan frío como el que sentía en sus piernas; desde donde subía hacia todo su cuerpo…

 

Las manos no las sentía,
aunque pudo llegar a ver que un dedo – el índice – se movía como en una
convulsión. Volvió a escuchar, como a lo lejos, pero nítidamente, las risas
de alguno de sus compañeros, que se burlaba de las " pretensiones de María
Grazzia" por ir allá, " a la guerra".

Sintió entonces la
tibieza que llegaba a su palma e imagino que era negra, por la tierra que teñía
el rojo de su sangre. Recordó su escritorio, su lap-top, las discusiones. Sin
las cuales el trabajo perdía mucho de su sentido y de riqueza. Seguro que tuvo
miedo.

Tenían
razón en el Corriere. Los más horrible era saber que allí los cuerpos ardían,
quizás antes que escucharan la explosión misma. Y el olor de la muerte se le
instalo para siempre, era peor que el miedo.

El temblor de la tierra bajo sus
pies la aterró. No era el miedo de cuando concurrió a rendir sus primeros exámenes
para poder ser alguna vez periodista. Era distinto, era horror. Escuchaba los
comentarios de los demás, algunos ya acostumbrados en Bosnia al repiqueteo
lejano, sordo e inolvidable, de las explosiones en cadenas.

Allí supo lo que ya
significaba no poder dormir, quizás no comer, sentir más frío que los demás,
quienes más curtidos y experimentados hablaban de la muerte con una naturalidad
embrutecedora. Nunca los perdonó. Pero, ahora le tocaba a ella y comprendió.
Solo sería un numero más en las estadísticas.

La
empujaron hacia la parte oculta de las rocas, sintió ganas de llorar y no pudo.
Ese nudo en la garganta, los labios entreabiertos y la arenilla que ya se le
colaba anticipadamente a la caída posterior.

No los miró a los ojos. Solo
escuchó las voces imperiosas e incomprensibles de los que ahora mandaban allí,
por sorpresa, rutinariamente. Acostumbrados a una ceremonia muchas veces
repetida y por ello metódica y sin tropiezos, salvo algún llanto desgarrante
que era el primero en ser acallado.

El débil brillo que aún
percibía se estaba yendo, como la costa de su querida Italia cuando la divisó
desde el avión en la partida. En silencio y, con mas frío que le llegaba ahora
a los hombros y la garganta.

Su cámara estaba
debajo del antebrazo y sospechaba que le habían quitado el abrigo, confortable
y algo caro, que se atrevió a comprar poco antes de partir. Quizás por eso
sentía tanto frío.

Y
entonces recordó. Sus deseos de ser periodista "donde se deciden las
cosas", entonces recordó las miradas de los niños, entre hostil, curiosa
y sorprendidas que la señalaron en cuanto arribó; entonces recordó la
naturalidad con que muchos de allí se encaminaban a matar y, por fin, a morir,
entonces recordó un viejo libro de E. M. Remarque que pudo leer en un viaje:
"La chispa de la vida" y en su mente la buscó, con desesperación y
minuciosamente y, no obstante, el hielo se seguía filtrando en su alma que cedía
mansamente.

Quiso
llorar ahora y no pudo, solo las lágrimas se derramaron en el alma que
comenzaba a mirarla desdoblada. Si hubiera otra vida, haría lo mismo. Desearía
ser periodista. Aunque se burlaran de ella, querría ir a " donde se
deciden las cosas".

Así lo decidió, cuando ya todo era totalmente nieve en
su mente y los ruidos del lugar se apagaban, como un acto de respeto a todos los
que estaban ahora muriendo y por fín, llegó a una enorme luz que era el centro
donde, realmente, se estaban "decidiendo todas las cosas".

DE
UN LEJANO ARGENTINO EN MEMORIA DE LA SEÑORA PERIODISTA ITALIANA D. MARIA GRAZIA
CUTULI. QUE FUE ASESINADA EN AFGANISTÁN VIAJANDO HACIA KABUL DESDE JALABALAL