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El caso Roberto Aizenberg

Pintor Argentino (1928-1996). Una obra que no se nutre de acontecimientos exteriores. Existe. Es un hecho estético real.

“Ser
surrealista significa nacer con un don muy preciso, sentir de un modo tremendo
el impacto de la existencia, desarrollar virtudes de visionario y perseguir a
través de una paciente y apasionante labor artesanal, una constante indagación
del conocimiento humano”.

El
surrealismo en la Argentina fue una actitud espiritual emparentada para algunos
con la revuelta romántica que periódicamente alterna el ritmo de las actitudes
ante el mundo.

Las
circunstancias socio-políticas en la década del ´20 no eran iguales, pero si
tomamos del surrealismo su actitud de rebeldía ante valores culturales
institucionalizados, anacrónicos, fue el movimiento “Martín Fierro”, quien
en el mismo año de la publicación del Manifiesto de Bretón (1924), tradujo
postulados de cierto parentesco espiritual:

“Martín
Fierro”, siente la necesidad imprescindible de definirse, de llamar a cuantos
sean capaces de percibir que nos hallamos en presencia de una nueva sensibilidad
y de una nueva comprensión, que al ponernos de acuerdo con nosotros mismos, nos
descubre panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión”.
Marechal, Cordova, Iturburu, Girondo, Curatella Manes, Xul Solar, se encontraban
entre sus colaboradores.

Xul
Solar, retorna al país en la década del `20, después de una residencia
prolongada en Europa, pero en sus obras hay desde 1917, un mundo imaginario
referido a antiguos misterios visualizados en composiciones poéticas
ingeniosas, de extraño clima. Se convertía así en un surrealista, en un
precursor.

En
la década del ´30, a su regreso de Europa, Berni, presenta obras surrealistas,
camino que abandona luego y del que el tiempo diría hasta donde no le era del
todo ajeno.

En
1939 el grupo “Orion”, formado por plásticos y poetas, practicaba un
surrealismo de inspiración “onírica. Sus
integrantes no mantuvieron la cohesión del grupo y siguieron transitando
diferentes caminos en el futuro.

Independientemente
de un código lógico a partir de Max Ernst, en 1919, y fue Batlle Planas, el
maestro de Roberto Aizenberg.

En
1950, Roberto Aizenberg, descubre la obra de Batlle Planas, del cual es alumno,
fue su maestro en todos los aspectos: tanto en la dinámica del trabajo como en
la comprensión del instrumento a utilizar: el automatismo.

El
automatismo como método de indagación no solo para fomentar la creatividad,
sino para lograr el contacto con verdades más profundas, relaciones en el reino
del espíritu, penetración desde lo externo a las diferentes estructuras de lo
real.

“He
realizado el ejercicio ascético a través de la pintura y ni siquiera he leído
esotéricos”.

La
obra de Aizenberg, es el testimonio de una indagación plástica de orientación
personal, en la que no es posible establecer clasificaciones, participa a veces
del surrealismo, la pintura metafísica y otras de una geometría poética.

Aizenberg,
confiesa haber utilizado siempre el automatismo, pero a esta práctica sigue en
él, un trabajo incansable de bocetos, pequeños dibujos de blocks, que reiteran
una y otra vez la búsqueda formal, antes de su traslado al lenguaje definitivo.

En
su obra constituye “una sólida unidad de información”. Su admiración
compartida con algunos surrealistas, por la obra de Bosch Grunewald y Rousseau,
a lo que agrega su adhesión a de Chirico y Piero della Francesca.

Su
sentido interior del tiempo, sobre todo en los óleos, la elaboración es lenta
y trabajosa, es una batalla vital que se emprende sin plazos.

Sobre
su método de trabajo dijo: “Hay en mi obra una primera etapa de aportación,
de material en bruto, que es totalmente automática, sin ninguna preocupación
estética o moral. Después una segunda de reconocimiento de ese material de
elaboración desde el punto de vista de la imagen.

En
esta segunda etapa funcionan de una manera mucho más coherente todos los
sistemas: el racional y el irracional, la inteligencia y el gusto, la
experiencia y el conocimiento.”

No
siempre tuvo ante un trabajo la idea definida de lo que iba a hacer al comenzar
un óleo o un dibujo, aunque internamente haya una claridad enorme de la imagen.
Con el trascurso del trabajo, la imagen se va modificando, en realidad, es una búsqueda
constante de coincidencias entre lo que “ve” interiormente y lo que va
apareciendo en la tela o el papel.

Cuando
la idea y la imagen se corresponden exactamente y no existe el mínimo desnivel
entre el adentro y el afuera, el trabajo está concluido.

El
trabajo en óleo, responde mejor a sus necesidades expresivas en la pintura, no
porque le sea fácil, sino porque se produce una batalla por su dominio que le
permite una dialéctica que emprende con su tiempo sin tiempo, y en el que va
fijando instancias de su temática esencial.


“Incendio del
Colegio Jasidista de Minsk en 1713”

Minsk,
una ciudad de Rusia (país entonces marginado del brillo cultural de occidente),
albergaba a otra comunidad segregada, los judíos, que a su vez se dedicaba a
través de la Cábala, a sutilezas no ortodoxas, en las que convivían la fe y
el calculo, el análisis y la especulación.

La
coexistencia de una fe dentro de otra y de una actividad esotérica, hermética
e iniciática en pleno siglo del
racionalismo, relativizaban irónicamente la validez absoluta de toda doctrina y
aludiendo a la identidad de niveles (conciente e inconsciente, luz y misterio,
revelación y razón).

Su
repertorio de imágenes, que alternan formas envolventes o rectas, ritmos
seriados o no, paisajes urbanos, geológicos, espacios de graduada luminosidad,
recuadros de ordenamiento geométrico seriados y vibrantes.

Torres
urbanas, monumentos centrados en el espacio del cuadro, a manera de nuevos
menhires motivos de un orden vertical, por el que parece optar.

Su
adhesión a lo vertical como afirmación de la vida, aunque el clima no deja de
transmitir: soledad, encierro, incomunicación, presagio que la ausencia humana
o la presencia implícita en una arquitectura de lo que es responsable no logra
sino acentuar.

El
mundo obsesivo de Aizenberg evoca el temblor de las pesadillas, incrustada en
una atemporalidad metafísica. Sus escenarios, paisajes y construcciones hieráticas
parecen invocar un rumor religioso, cabalístico, que el artista fue destilando
y purificando a lo largo de medio siglo de trabajo.

Es
que la extraña racionalidad de su pintura surge como consecuencia de una razón
apasionada y un nivel de sugerencia que no tiene nada de común con lo que
practicaron la mayoría de los geométricos argentinos.

Es
una geometrización del mundo tan reflexivo como angustiante, con economía de
las imágenes y la emoción, depurada de todo lo accesorio a sus propósitos plásticos.

A
pesar del brillo, de los colores y de las simplezas de las formas, hay algo
sombrío, una atmósfera suspendida y coagulada.

Hay
un poder evocativo en esas arquitecturas: son emblema de los urbano, de lo
sagrado en lo cotidiano, de cierta nostalgia del humanismo.

FOTOGRAFIA:
“Incendio del Colegio Jasidista de MINSK en 1713” (1954)

Oleo s/tela, 29 x 20 cm.