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Ultima voluntad

Vete, pero acuérdate de nosotros…

El
camino asciende lentamente con una curva aquí, otra allá y otra más allá y así
sucesivamente semejando una enorme serpiente que repta fatigada. A ambos lados
de la carretera pavimentada, las matas de café parecen muchachas arregladas para
ir a una fiesta. Es un bello contraste.

Predomina el verde de las hojas en las
largas ramas cuajadas de granos rojos hasta la punta; combinado con el blanco de
las flores de una que otra mata que tardó más de la cuenta en concebir. El aroma
de las flores del cafetal embriaga los sentidos.


De
pronto don Manuelito se detiene. El corazón le palpita aceleradamente. Acaricia
y da palmaditas al morral que lleva en la espalda, suspendido de su frente. “No
te apures amiguito, ya vamos a llegar” dice. Descansa un rato a la orilla de la
carretera; precisamente allí donde hay deslaves en el tiempo de lluvia.

En este
lugar le doy alcance y al saber a dónde se dirige, lo invito a que subamos
juntos hasta nuestra meta común: “El Águila”. Es una comunidad enclavada en la
parte alta de Cacahoatán, Chiapas.

Caminamos y de pronto una leve niebla empieza a cubrir nuestro rededor,
dificultándonos el ascenso. El frío arrecia y tenemos que ponernos el suéter que
siempre traemos sujetado por las mangas a nuestro cuello; le pregunto a don
Manuelito qué va a hacer al Águila, voy a cumplir el último deseo de mi
difuntía
, me dice y guarda silencio.

Su rostro curtido por el sol y marcado
por innumerables arrugas que simulan carreteras en un mapa de la República
Mexicana, se vuelve triste. Se detiene una vez más para quitarse el guarache de
cuero que ya no resistió la subida desde Agustín de Iturbide hasta nuestro
destino. Son cinco kilómetros.

La niebla se torna más espesa; el frío es mayor y aquí
vamos; de vez en cuando nos frotamos las manos para que se calienten y luego las
ponemos en la cara para que la nariz no se congele; nuestro aliento dibuja
chorros de vapor como cuando las ballenas expelen agua por el orificio de sus
lomos. El viento frío cala los huesos.

Don Manuelito camina más lentamente; la
carretera es más empinada y de cuando en cuando él se agacha para arremangarse
de nuevo el pantalón; Luego mueve la cadera de un lado a otro y se reacomoda la
faja ancha que cumple la función de cinturón y sonríe; Su boca muestra todas las
piezas dentales, chiquititas; supongo que están así por el desgaste de tantos
años de labor.

Ese color amarillo de los dientes es característico de los
ancianos de por acá. Ellos mascan tabaco en vez de fumarlo y para cuidar su
dentadura queman tortilla y se frotan luego el carbón con el índice a manera de
cepillo dental, enjuagan y luego atraviesan una astilla de cualquier madera en
el intersticio de cada diente, escupiendo después de dos o tres veces de
atravesarlo.


De pronto don
Manuelito habla”: no te apures amigo, ya merito llegamos, ya merito
y toca con cuidado la esquina del morral que continúa en su espalda.

Le
pregunto: “don Manuelito, porqué se vino a pie; hubiera esperado la camioneta”,
“en mis tiempos no había camiones; caminábamos a lomo de bestia o a pie, el
camino era puro lodo y nunca nos atrasábamos; ahora la gente siempre llega tarde
a donde va, porque esperan horas y horas el camión y cuando pasa va lleno y no
los recogen. Se pierde tiempo y dinero”. Sabia reflexión, pienso.


Al fin llegamos al
caminito empedrado que sube a la izquierda en forma de zeta para llegar a la
escuela tele secundaria. Don Manuelito sube y yo detrás de él. Intrigado
observo. Al llegar a la cancha de la escuela miro hacia el frente; primero una
mancha enorme de color verde. Es la montaña. A la distancia se distingue
Tapachula con su caserío.

Don Manuelito se sienta en la orilla, baja el morral
de su espalda, mete las manos y saca un hermoso cotorro con cresta roja; besa
amorosa y largamente su cabeza, achica los ojos y elevando los brazos al cielo
dice: “vete amiguito, busca tu mujercita y de vez en cuando acuérdate de
nosotros”.

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