Corrió y corrió, con la hogaza
recién horneada apretada al pecho.
En un umbral oscuro se detuvo. El corazón le latía violentamente.
Sus piernitas flacas tiritaban. De
miedo o de frío temblaban. Escuchó rumor de voces airadas y se apretó
más contra la pared. El pantaloncito corto, atado a la cintura con piola a
manera de cinto, se humedeció contra el frío de las piedras.
Esperó un rato y escuchó atentamente. Pensó en su hermanito que estaría
ya con hambre. Le tentó probar un bocado del pan pero se contuvo. No sabía
cuándo podría conseguir otro.
Achatado contra los muros se fue deslizando despacio y comenzó a caminar
ligero, hacia los barrios bajos.
Una bomba sonó en algún lado. La humareda inundaba los espacios. Caminó
y caminó. Cuando la sed estranguló su garganta, seca por efecto del polvo y del
humo, se detuvo en una alcantarilla donde corría agua. Se sacó la camisita raída
y envolvió el pan. Inclinándose después bebió el agua de sus manitas hechas
cuenco.
Llegó a su barrio esquivando escombros. Trozos de mampostería y enseres
ardían aquí y allá.
Su casa parecía un gran cráter
humeante. Entró a tientas y como atontado buscó el lugar donde estaba la
cuna. Encontró el respaldo y más allá, debajo de una viga, una manita
amoratada.
Sintiéndose
vacío de mente y alma se sentó en el suelo, abrió su
paquete y partiendo el pan en trocitos, los fue tragando casi sin masticar.
Si lograba sobrevivir, el mundo tendría un loco más de la guerra, por la
guerra.
(Corrientes,
1988)
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