Detrás del uniforme

La verdad siempre sale a la luz





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Iba
a llover. Aquel diciembre de 1965 se
había presentado frío y húmedo. Miré el reloj; daba las seis, pero el cielo,
encapotado de nubes oscuras, ponía a
la tierra en la antesala de la noche. El cementerio estaba solitario, pasaba más
de una hora desde que se había realizado el último servicio y no quedaban
familiares. Las autoridades decidieron
que el hombre que había matado a mi padre era un desecho de la sociedad y los
desechos se recogen cuando
nadie los ve. Sentí frío y me refugié en el gabán.

Hacía
años que por motivos laborales me había marchado de casa. Nuestro
contacto se limitaba a llamarnos de
vez en cuando y a las
tarjetas de Navidad. Después
de la muerte de mi madre no necesitábamos más. Bastaba saber que nos teníamos
en la distancia.


Cuando
la policía me dio la noticia no la
pude creer. Aquello no podía pasar en la vida real y menos a mi padre. Recibí
un gran impacto, me habían robado el vacío en el que, a veces, me gustaba
estar. Casi nunca, lo reconozco, me
llevé bien con él debido a
su fuerte carácter, pero era mi padre. Habíamos
compartido buenos
momentos, y recordaba
su regalo cuando hice la
Primera Comunión. Habló con un amigo de Tablada
que me dio una vuelta en un Junker de
la guerra.


Me
desplacé con urgencia a Sevilla. Sus compañeros
ya habían preparado el entierro como el caso merecía.
Después de la misa, se formó la comitiva detrás del coche fúnebre
inundado de coronas encintadas con colores
de la bandera. El cementerio quedó
teñido de caqui. Al depositarlo en la fosa, la indignación se había apoderado
de aquellos uniformados hombres,
que saludaban en posición de
firmes. Una voz propuso rezar un Padre Nuestro, y el silencio del lugar fue
despertado por aquellas cascadas gargantas.


Al
llegar a casa, evoqué su presencia en
el despacho donde cada tarde, antes de acostarme, debía responderle a las
lecciones; en la mesa del comedor con su silla presidencial; en el sillón donde
leía El Alcázar, mientras mi madre
proseguía su eterno crochet y en
mi cuarto donde encerraba mis sueños.


Volví
a la primera página del Abc. Verlo ensangrentado en el suelo me hizo llorar
amargamente, como cuando era niño y se enfadaba conmigo. Estaba
desesperado, sin respuestas. Si el robo no fue
el móvil, ¿qué motivo había para asesinarlo de aquella manera? ¿Qué
clase de desalmado era capaz de atacar a una persona mayor y darle muerte con
tanta frialdad?


Pasados
unos días de notario, bancos y fotográficos recuerdos, la brigada judicial me
comunicó que habían encontrado al asesino. Se trataba de una trabajador de la
construcción, llamado Eduardo
Somarriva. Había aparecido ahorcado en El
Callejón de los
Toros y en uno de sus bolsillos encontraron una carta dirigida al
juez, donde confirmaba ser el autor, por motivos personales, de la muerte del
teniente coronel Segura. Me preguntaron con
insistencia si le conocía, si era amigo de mi padre,
pero nunca le había visto ni oído su nombre


Al ser un
albañil, sin problemas con la justicia, hizo que mis
esquemas se volatilizaran. ¿De qué podía conocer
a mi padre para que le tuviera tanto odio? Y luego el suicidio. Nada tenía
sentido. Algo se me escapaba de estas dos muertes absurdas.

Empezó
a llover y abrí el paraguas. En la
puerta del cementerio paseaba los nervios de mi corazón acelerado. Deseaba
acabar con aquella pesadilla y volver a la normalidad. Estaba solo, como el
centinela en su puesto; nadie pasaba, sólo
unos tristes árboles acogedores del dolor y la ventisca que se calaba en los
huesos me hacían compañía.


Vi
llegar al coche fúnebre y detenerse para cumplir los
trámites. Deseaba cerciorarme que mi deseo de venganza dejaría de tener
sentido y contemplé la caja tratando de imaginar el rostro de quien la ocupaba. Los
pensamientos alimentados por el odio me
obligaron a susurrarle ¡hijo de puta! a aquel energúmeno.


Nadie
le esperaba, nadie le acompañaría. Las malas personas van solas al infierno.
Al sacerdote se le olvidó de darle
responso, no se enterraría en sagrado; dos impacientes sepultureros
aguardaban en el cementerio civil, pudridero de asesinos y suicidas.


Al
verlo tapiado, mi espíritu se sosegó. Mi padre hubiera celebrado la muerte de
su homicida. Cuando dieron la última paletada, siguiendo la costumbre, los
enterradores se acercaron a pedirme la propina, no pude menos que sonreírles,
aquellas Navidades me recordarían.


Me
iba a marchar, cuando observé en una esquina, como oculto, a un
hombre que no dejaba de mirarme.
Al principio no le di importancia pero al tomar la salida comenzamos a hablar.
Tendría unos cuarenta años y de
vestir modesto; apergaminado y con la cara y las manos muy curtidas.
Su voz emanaba coñac.


—Bueno,
ya descansa —dijo apenado.

—Sí.
Aunque esperaba más gente.

—Yo,
no.

—Pero,
¿y su familia y sus amigos?

—No
tenía familia y qué amigo iba a venir si mató a un militar. ¿Usted por qué
lo ha hecho?

—Hombre,
—contesté expectante— soy periodista de El
Correo de Andalucía
y la noticia es curiosa: Un hombre mata a otro y luego
se suicida. He preguntado por ahí y nadie dice nada…

—Es
normal, hay miedo. Además…

Llegamos
a la salida..

—Amigo,
hace frío. Le invito a un coñac en el Bar
Goma
y después le llevo en mi coche —comenté.

—Es
tarde…

—Hombre,
un coñac no se desprecia y además es en memoria del fallecido —dije con
sarcasmo.

Al
local parecía acompañarle la tristeza de la tarde: Dos hombres, ajenos,
tomaban café en la barra y otro se hacía alarde de jugador en la tragaperras.
Nos sentamos en un velador y el apático camarero, que hojeaba el Marca,
acudió resignado. Pedí dos coñac.


—¿Conocía
usted bien al asesino
?

—Mal
empezamos —respondió airado—. No permito que en mi presencia nadie lo llame
así. Sólo hizo justicia, ¿sabe?.

Aquellas
palabras me hirieron el alma, pero refrené a mis cerrados puños.

—¡Justicia,
matar a un hombre indefenso!

—Baje
la voz —dijo con temor—. Usted no sabe de la misa la media.

—Bueno,
para eso estamos.

Llamé
al camarero y pedí que dejara la botella.

—Eduardo,
era un buen hombre. Trabajador como el que más. Tenía sus cosillas, como todo
el mundo, ¿no?, pero de una honradez… Hablaba poco, eso sí,
vamos que era muy metido para dentro. Usted me entiende…

—¿Erais
amigos?

—Sí,
lo conocía hace tiempo, trabajábamos en la misma contrata. Somos albañiles ¿sabe?

—¿Y,
notó algo extraño, fuera de lo normal antes del asesinato?

—Mire,
dígalo otra vez y me voy —hizo ademán de levantarse.

—Vale,
hombre. ¿Por qué cree que le mató?

Escudriñó
el salón con desconfianza y acercó
la silla. El alcohol lo tenía
instalado en sus desdentadas encías.

—Mire,
el lío viene de la guerra.

—No
diga tontería…

—Federico,
me llamo Federico.

—Pues
eso, Federico. El entonces sería un niño.

—Las
cosas que se viven de niño no se
olvidan —sentenció—. Así que…

No
lograba comprender a donde quería llegar. ¿Qué tenía que ver la muerte de mi
padre con la guerra civil? Habían pasado muchos años
desde la contienda para que
aún perdurase el odio.


—Todos
lo pasaron mal, tanto rojos como nacionales
¿no le parece?

—¡Quiere
usted bajar la voz! —Rogó— Nos va a coger José Martín.

“Mire
ya esta durando mucho esto. Le voy a contar la verdad de una vez; se va a
sorprender, y por mucho que sea usted “del
Correo”
nunca se la dejarán publicar.


“El
día anterior de lo sucedido me tomé con Eduardo unos tintos en el Bar
Tomás
, en el Pumarejo. Estaba raro, ¡fíjese que no le hizo gracia los
chistes del Pastor! y eso es imposible. Pues bien, cuando después se arrancó
El Trini por esas soleares, que las borda, se quedó mirando el vaso pensativo,
como si estuviera en otra parte.


“—¡Quillo,
qué te pasa? —le pregunté.

“Pero
él nada, seguía a lo suyo, como si estuviera maquinando algo. Volví a
insistirle.

“—Eduardo,
¿me lo quieres contar de una vez?

—Fede
—contestó— mejor no te metas. Es algo muy gordo.


Aquel
desdentado iba a revelarme por que había muerto mi padre. El corazón se me
aceleró y los nervios comenzaron a apoderarse de mi pierna derecha que no se paraba
de mover. Volví a llenarme la copa para coger fuerzas.


—Mire
—prosiguió—, Eduardo me dijo que le conocía del pueblo. Al parecer su
familia tenía fincas y unas almazaras, vamos que era de dinero.
Desde niño fue amigo del
padre, que tal vez era el único del pueblo, pues los demás chiquillos no querían
jugar con el señorito de limpios pantalones.
A los doce o trece años se marchó con su familia. Más tarde regresó
con uniforme de oficial de infantería dándose importancia, pero, igual que
cuando era niño, nadie le echó cuenta y las chicas
se apartaban de aquel pavo
real. Luego estuvo algunos años sin volver, hasta que el padre de Eduardo lo
invitó para su boda Y de ahí
viene el problema.


“Resultó,
según le había contado su madre, que el militar la había pretendido; se había
encaprichado, vamos, e incluso habló
con sus padres, pero ella se opuso
a las relaciones. Sería un buen partido, pero no le gustaba y además
le había echado el ojo a un alegre jornalero y, sabe usted, cuando una
mujer se empeña en algo… Aquello, nunca
se lo perdonó.


“Después
al estallar la guerra — se me volvió a acercar cambiando el tono de voz—,
entraron los nacionales en el pueblo y detuvieron a unos pocos, entre ellos a su
marido. Lo metieron en el casino, que hizo de cárcel, a la espera del juicio. Y
ahora viene lo más grande. ¿Quién se figura que entró en el pueblo al mando
de las fuerzas?
Pues eso, el mismo.


“Póngase
usted en el caso del militar. ¿Qué haría por su amigo?
Eduardo me dijo que aquel hombre le visitaba cada día
llevándole cigarrillos, algo de comida y la ilusión de salir.
Pero lo que su padre ignoraba
era que después de las promesas se encaminaba a su propia casa.
Cuando le veía llegar, su
madre mandaba al chiquillo, con cualquier excusa,
a casa de los tíos. A él siempre
le extrañó aquel hombre con la pistola al cinto que le miraba con desagrado.
Así que un día no hizo caso, quería saber para que iba, y se hizo el remolón.
Se escondió detrás de la higuera del huerto y miró por la ventana. Ya se lo puede imaginar. Me dijo,
que cerró los ojos y
metió los dedos en sus oídos y que fueron las carcajadas de aquel
militar retumbando por toda la casa las que le hicieron ver a su madre,
desnuda, suplicar por su padre. Lo de más es fácil, hubo fusilamientos
y del militar jamás se supo.


No
podía creer aquella historia. Mi padre había sido una gran persona incapaz de
traicionar por despecho a un amigo, todos los que fueron al cementerio
no podían estar equivocados. Empezó a dolerme la cabeza, necesitaba
tranquilizarme y pensé en él con su uniforme y sus medallas. Quería hablarle,
que me contara la verdad, pero
su rostro se volvió grotesco y
lanzaba estentóreas carcajadas. Me vine abajo, como hoja muerta de otoño.
Triste y hundido quise acabar la
conversación.


—Le
diría algo más ¿no?

—Hombre,
quería vengarse, pero no di valor a sus palabras; sería un calentón por el
encontronazo. Matar a un militar es una locura. Creí que no pasaría nada…

—Pero,
pasó.

—Se
lo merecía ¿no?

—Dejémoslo.
¿Por qué se suicidó? Nadie le hubiera relacionado…

—Mire,
Eduardo era un buen hombre que ha
cumplido lo que tal vez se juró de
niño. Pero, pienso que no estaba preparado para asumir el daño que había
causado a la familia de ese militar. Debió pensar cuando tuvo que acompañar a
su madre al descampado de Los Membriles,
para poner a su padre en el carro y llevarlo a enterrar. Y ese dolor, reflejado
de nuevo en otras personas, no lo pudo superar.

Salimos
y llevé a aquel hombre a su casa. La noche extendía ya su oscuridad y
las farolas iluminaban con desgana el barrio de San
Julián
, mientras un vendedor de castañas asadas emblanquecía el aire con
sus últimos rescoldos. Busqué a mi madre y me refugié en los recuerdos, allí recogería los mimos de su amor para poder asumir lo que hubo
detrás del uniforme. Qué otra
cosa podía hacer, era mi padre…

Por
Mublanc

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