A las seis de la mañana

A las seis de la mañana sintió el primer síntoma. Fue como si algo se desplazara por su interior raspando conductos y órganos. Pensó que tal vez se debería a una mala digestión de la cena o algo similar, aunque no fue el estómago el lugar donde se produjeron las molestias...

Aún era temprano para incorporarse. Los
cuatro días que les permitían ausentarse del trabajo, tenían que aprovecharlos
para desintoxicar, descansar un poco y, sobre todo para romper, lejos del
entorno del discurrir diario, la ajetreada marcha urbana. Además, disfrutar de
la apacible convivencia de aquellos más allegados, también suponía un premio
que solo gozaban en aquellas épocas del año.

¡Otra vez los rasponazos! ¡Ahora más fuertes
y molestos! Se notaban justo debajo del estómago a la derecha. El malestar
empezó a hacer mella en su ánimo. Podía catalogarse de dolor auténtico el
ataque que le incomodaba. Jamás su mente había percibido tal intensidad de tormento.

—María, siento
despertarte, pero algo no va bien dentro de mí —dijo Rodrigo llevándose la mano
al costado derecho del vientre—. Iré al aseo a ver si se pasa.

María frotó los ojos para
despejarse y asimilar las palabras de su marido. Era extraño. Rodrigo nunca se
quejaba de nada. Ella creía que estaba casada con un superhombre libre de
enfermedades. Debería tratarse de algo serio para que su compañero diera
muestras de preocupación. Se levantó. Se puso la bata, las zapatillas y bajó
las escaleras. Rodrigo se doblaba con las extremidades puestas en el lugar que
le había indicado antes. Los músculos del rostro contraídos en una mueca eran
un intento de contrarrestar el sufrimiento. Unos gemidos atenuados de forma
voluntaria para no despertar al resto de la casa, se escapaban de su garganta
acompañando las torsiones. María se asustó. El primer pensamiento que le vino
fue la nieve. La jornada anterior, poco antes de anochecer, comenzó a nevar de
manera suave, pero se intensificó el ritmo poco a poco. Antes de irse a la cama
salieron al porche a echar un vistazo. La capa blanca ya levantaba unos treinta
centímetros. La cadencia de la precipitación algodonosa no cesaba, por el
contrario, parecía aumentar.

Las contorsiones que efectuaba Rodrigo
hacían temer que lo que fuera no se iba a resolver llamando al médico. Casi con
toda seguridad tendrían que desplazarse al hospital. Y ahora no estaban en
Madrid. Habían viajado al pueblo de Rodrigo. A unos cien kilómetros de Palencia
que es donde se encontraba la clínica más cercana. La mente de María ordenó a
su cuerpo salir al portalillo exterior. Observó. ¡Era increíble! ¡No podía ser!
¡No en ese momento! Su hombre debería ser atendido con toda probabilidad. El
semblante se le nubló sopesando las posibilidades de actuar y concluyó que no
había ninguna. Con más de medio metro de nieve, su coche no sería capaz de
trasladar al indispuesto ni a nadie. No se moverían ni un centímetro.
Necesitaban un transporte todo terreno y en el pueblo sólo había uno. Pero la
adversidad hizo coincidir a su propietario con un adversario y encarnizado rival
del padre de Rodrigo. ¿Cómo iba a presentarse a su casa a pedirles nada
teniendo en cuenta las circunstancias?

Miró otra vez a su
esposo. Las facciones, si podía ser, presentaban peor aspecto. Cada segundo que
pasaba Rodrigo daba muestras de sentirse peor. Los gemidos iniciales dieron
paso a lamentos más sonoros sin ánimo ya de ser disimulados. La madre apareció
en el cuarto de baño preguntando por el problema. A continuación llegó el padre
sobresaltado con preguntas dibujadas en el desconcertado rostro. Se encontraron
los tres impotentes ante los quejidos.

—Iré a la casa del médico
para avisarle —dijo el progenitor viendo los incontenibles gestos de dolor de
su hijo—.

María sabía que aquella
acción no daría ningún resultado. El sistema siempre funcionaba de la misma
manera: ante un problema grave, el facultativo del pueblo te mandaba al
ambulatorio comarcal, en otra población algo mayor. Éste, a su vez, pedía una
ambulancia para trasladar al paciente a la capital. Entre unas cosas y otras,
bien podrían pasar dos o tres horas como mínimo. Lo de su compañero era
urgente. Había que actuar por cuenta propia. Se hacía necesario llevarlo al
hospital sin operaciones intermedias. La cara, los gestos y los gritos  así lo aconsejaban. Aunque se enfadaran en
la Sanidad Pública por no seguir el protocolo, aquello era una exigencia del
momento.

María se decidió. No
había más remedio. Se ajustó la bata, se calzó unos zapatos y salió a la
calle.  Durante la noche había dejado de
nevar. Millares de estrellas se unían a la blancura para iluminar la oscuridad.
Fue avanzando. Se  hundía hasta los
muslos a cada paso que daba. Pero no sentía el frío ni ninguna otra cosa. Nada.
En su mente no había más que un solo pensamiento: llegar hasta la mansión del
hacendado del pueblo. No estaba lejos. Con esfuerzo abriría camino y se
plantaría ante la puerta. Su pareja estaba en un apuro y merecía la peña aquel
sacrificio.

Llamó a la puerta con la
decisión de un desesperado. Pasaron uno o dos minutos, no lo hubiera podido
cuantificar con exactitud. Al cabo apareció, somnoliento y con los pelos
revueltos, el amo de la casa mirando con incredulidad  y desagrado a quien se había atrevido a turbar su descanso:

—¿No sabe usted la hora
que es? —dijo malhumorado—. ¿No se puede descansar el día de  Navidad como uno desearía?

—Verá, Don Pascual. Mi
marido no se encuentra…

—¿Y a mí qué me importa
su marido ni toda su entera familia? —atajó el potentado  al haberse percatado de  la identidad de quien había llamado—.

María no se amilanó ante las
cortantes respuestas del personaje. En ese momento pasaba  de la historia de desencuentros que pudieran
enturbiar las relaciones entre las dos familias. Volvió a insistir.

—A Rodrigo le sucede algo
grave. Está con fuertes dolores y es necesario trasladarle cuanto antes a
un  hospital. Yo lo llevaría en nuestro
automóvil, pero con esta nevada no iría muy lejos. Es necesario un vehículo
alto que pueda pasar por encima de la nieve caída.

—¿Está usted loca? ¿Hasta
Palencia con esta nevada? Aún no han pasado los camiones quitanieves.  Ni con su vehículo, ni con el mío, ni con
ningún otro llegaría nadie.

—Sólo pretendo que nos
lleve usted al tren de las 7,30 hasta Alar. Apenas dieciocho Kilómetros. Allí
tomaríamos el ferrocarril hasta la capital. Mi esposo lo necesita.

—Y se piensa usted que yo
soy un taxi público o algo parecido, ¿no? Que no hay más que llamar a mi puerta
para que enseguida corra a cumplir cualquier petición. Además, ¿sabe que la
familia de su marido y la mía hace años están reñidas? A ellos nunca se les
hubiera ocurrido venir a esta puerta a pedir nada.

María se sintió impotente
ante aquellas palabras. No le acudió ningún argumento con el que contrarrestar
lo escuchado. Siguió hablando sólo como una manera de despedida antes de desaparecer
con su dolor.

—Yo no sé cuál es el
grado de relación que tienen ustedes—respondió María—. Sólo sé que mi marido
necesita ir a un hospital y cuanto antes mejor. ¡Feliz Navidad Don Pascual!

María dio la vuelta y
emprendió el recorrido de retorno. Las lágrimas empezaron a aflorar a sus ojos
y resbalaron por la cara hasta caer encima de la nevada que se deshacía  a su alrededor. ¿Qué debía hacer ahora?
Había intentado lo único que se podía hacer. Fracasó. Todas las malas historias
de los hombres se resumían en aquello: orgullo, envidia y rencor. A saber por
qué empezó todo. Seguro que cualquier estupidez sin importancia. Y lo
trascendental, ayudar al que lo necesita en un momento determinado, la amistad
y la buena armonía entre los vecinos de un pequeño pueblo, eso, olvidado por
desavenencias largo tiempo mantenidas por el fuego del orgullo.

Miró al cielo un instante. Todos los astros
del firmamento parecieron compadecerse de su penoso caminar. Incluso creyó que
una estrella fugaz lo cruzaba. Hizo un último intento. Pidió a aquella estrella
peregrina  un deseo. Rogó que  Rodrigo tuviera la oportunidad de ser
atendido en un centro con garantías.

Cerró la puerta tras sí.
Su suegro interrogó con la mirada. Ella seguía con los ojos húmedos, la visión borrosa
y la garganta bloqueada.

De pronto una luz que se
coló por las rendijas de la entrada y un bocinazo estridente en la quietud de
la madrugada respondieron  las mudas
preguntas del anciano. Abrió la puerta.

—¡Dense prisa! ¡Aunque
son pocos Kilómetros, no sabemos el tiempo que vamos a tardar con esta nevada!
¡Y el tren, no espera! —tronó a través de la ventanilla abierta del todo
terreno la voz del dueño de la casa que acababa de visitar—.

  María sonrió. Miró a lo alto y dio gracias.
Siguió llorando de gozo dentro de su corazón. La estrella había escuchado.

—Ya vamos. Gracias, Don
Pascual —dijo.