Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

Recuerdos de un viaje transoceánico

Así comenzó una aventura en América del Sur a fines del siglo XIX.

 

Mi
primer viaje oceánico no careció de interés. Salimos con el vapor el 8 de
enero de 1897 del puerto alemán de Bremerhaven.

Paramos
en primer lugar en Amberes, la gran urbe flamenca, porque este idioma, muy
parecido al alemán, dominaba allí completamente.

Tuve
pues oportunidad de admirar sus avenidas populosas, sus mansiones patricias, su
gigantesco puerto y ante todo en sus museos los famosos cuadros de Rubens y
otros maestros de la escuela flamenca.

Hasta
allí llegó el Dr. Sonnenfeld, director general de la ICA de París, para
entregarme de compañero de viaje a su hijo (quien me ocasionaba bastante
fastidio).

Habiendo
visto la isla de Wight sin entrar en el puerto de Southampton, enpocas horas
llegamos a la ciudad gallega de La Coruña y su hermosa bahía, donde se
embarcaron clandestinamente jóvenes que escapaban del servicio militar y su envío
y a su envío a la guerra cubano-española.

El
22 de enero llegamos a la Palma, capital de la isla Gran Canaria. Allí conocí
la vegetación subtropical (plantaciones de naranjas, limoneros, bananas), una
ciudad edificada de acuerdo con el clima clemente, y comí por primera vez
grandes panes blancos (porque en ese tiempo sólo se conocían en Alemania, al
lado del pan moreno de centeno, pequeños pancitos de harina de trigo).

También
probé comida preparada con aceite de oliva y así aumenté mis conocimientos
botánicos, culinarios y folklóricos (en el mercado chupaban, por ejemplo, los
rapaces trocitos de caña de azúcar en lugar de caramelos).

Siendo
aún prohibido a los vapores alemanes, conforme al decreto Heydebrink, parar en
los puertos brasileños, no tuve ocasión de admirar la hermosa entrada a Río
de Janeiro.

Pasamos solamente cerca del cabo Frías, y cuando después de un
bravo mar en la bahía de Santa Catalina nos acercamos al estuario del Río de
la Plata, fue el primer saludo una manga de langostas que el viento había
empujado mar afuera.

Atracamos
a la mañana siguiente en Montevideo. Visité la ciudad que parecía triste y
solitaria, porque se temía a cada momento el estallido de una revolución,
plaga que hasta 1905 asoló a menudo al hermoso país uruguayo.

Al
anochecer nuestro vapor siguió su viaje entrando en el majestuoso Río de la
Plata y navegando cautelosamente, así que recién a la madrugada tuvimos a la
vista la meta de nuestro viaje, Buenos Aires.

Con
el vaporcito de sanidad (no sé cómo se arreglaron) llegó Richard Stern
sobrino de unos conocidos, con su amigo y compañero, un cierto Hennig, para
saludarme.

Fue
indudablemente un rasgo amable, mayormente porque ni antes ni después había
tenido simpatía con Richard Stern, mientras Hennig, a quien recién ahora conocía,
me hizo una impresión más favorable.

Estando
entonces aún en construcción el puerto Madero, el vapor atracón en un muelle
de la Boca, donde mi antiguo camarada de Proskau, Herman Boettrich, yun
representante de la ICA me esperaron.

El
último, alsaciano y ferviente patriota francés, se autotitulaba “jefe de la
inmigración” y era un tipo curioso.

Famosos
entre sus relaciones de exagerado (conforme a las diferentes actividades
contadas por él en la Argentina, debía tener al menos 210 primaveras), solía
presentarse a los inmigrantes como hijo del Barón de Hirsch.

Conmigo
no se arriesgó, pero mientras acompañó al joven Sonnenfeld, a mí y a mis
amigos que me habían esperado al Hotel de Londres, situado en la Plaza de Mayo,
no despreció la oportunidad de “darse tono” y contarme en el camino más
mentiras que las que yo probablemente había oído antes en toda mi vida.