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Primer día en Praga

Aquí en Praga, con la sensación de no haber visto nunca algo tan hermoso como esto…

Me estaban esperando al pie del tren, justo en la
puerta por donde bajé, y nos dirigimos directamente a la casa de Ana y Mirko,
mis amigos.

Hermoso matrimonio, joven, alegre, hospitalario; estábamos
todos contentos con la idea de poder pasar unos días juntos.

Ella estudió filosofía, e hizo un curso de guía de
turismo; él, también con un trabajo de tiempo completo; los dos, disfrutando
de su casa en las horas libres que les dejan sus ocupaciones: felices…

Cansada del viaje, sólo quise tomar un té,
conversamos un poco y me fui a descansar, con toda la expectativa de lo que iba
a conocer. La sentía como una noche de cinco de enero.

Al día siguiente de mi llegada, me llevaron a
recorrer toda la ciudad.

Caminamos y caminamos y sólo nos detuvimos para
tomar un pequeño refrigerio al mediodía.

Cada detalle, cada callecita, cada majestuoso
edificio, me fue mostrado y explicado por Ana en detalle, y visto en conjunto.
Todo me dejó impresionada.

El Puente Carlos con sus estatuas, los artesanos, músicos
y titiriteros que hacen la delicia de los visitantes…

¡Y los ojos que no alcanzan a mirar todo lo que hay
para ver!

Me habían dicho tanto sobre la hermosura de Praga,
que tenía miedo a desilusionarme, pero… ¡¡Todos se han quedado cortos!!
¡¡Es maravillosa!!

El rincón más espectacular, lo encontré en donde
actualmente está ubicada la Casa Municipal –en la Plaza de la República– y
que respeta arquitectónicamente a la Torre de la Pólvora, que es de estilo gótico,
formando un conjunto extraño y de apabullante belleza.

Ese frente estucado, sus cobres, sus detalles
ornamentales, sus enormes puertas, sus arcadas y su cúpula. ¡Creo que, sólo
en ese lugar, usé un rollo fotográfico!… para darme cuenta después, de que
nunca podría captar todo el conjunto en su majestuosa imponencia.

Cuando consiguieron arrancarme de allí, fuimos a
comer algo, mezcla de almuerzo y cena, a un pequeño restaurante metido entre
esas callecitas empedradas; mesitas en la vereda y una baranda repleta de
macetas con flores.

Cerca, el Moldova. Praga está acariciada por este río
y, a la vez, lo circunda, lo recorre y lo abraza como una novia enamorada.

Al salir, nos encontramos con que, uno de los tantos
conciertos gratuitos para los cuales estaban distribuyendo propaganda, era el de
una orquesta de viento –integrada por chicos de entre doce y diecisiete años–
del Conservatorio de Londres.

Allí la música es “moneda corriente”, como en
Viena; es su corazón, y se puede escuchar en Iglesias, plazas, esquinas o
puentes, a lo largo de cualquier recorrido y en cualquier momento del día.

Pensamos que, sentarnos dentro del fresco auditorio,
sería un grato descanso luego de tanta caminata, y una distracción antes de
continuar. Y el espectáculo estaba a punto de comenzar.

Decidimos entrar y nuestra sorpresa se tornó en
asombro, cuando el conjunto comenzó a ejecutar las piezas musicales con un
profesionalismo sorprendente, pero acompañado por la alegre ingenuidad de los jóvenes,
que no le quitaban ni un instante la vista a su director.

Excelente él también, se veía como un amigo de
esos niños, que le sonreían ante cada movimiento de batuta, disfrutando de lo
que hacían, pero con la seriedad de los artistas consumados. Un solo de flauta
dulce, me emocionó hasta las lágrimas.

Pensábamos quedarnos quince minutos; sin embargo, la
magia del sonido hizo que no quisiéramos irnos hasta el final. Aplaudimos a
rabiar.

El sol se estaba poniendo y era hora de volver a la
casa.

Caminando lentamente, sintiendo la piel
impregnada por la belleza y el misterio de cada rincón, los recuerdos se iban
grabando en la retina y en el corazón, para quedarse allí por siempre jamás.