Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

Mi primer día de trabajo en el Nuevo Mundo

Un relato de primera mano sobre como era eso de “hacerse la América” a principios del siglo XX.

Después
de guardar toda la mercadería en la valija, me dediqué, facturas en mano, a
memorizar todos los costos, me despedí y valijas en mano, volví a casa en
donde la señora Balche me recibió con una bendición y deseándome mucha
suerte.

Al rato llegó
Moshé, y mientras la cena se
preparaba me dio las instrucciones para comenzar a trabajar al día siguiente:
tenía que tomar el tranvía verde Nº 2 y bajarme cuando llegara a la calle
Constitución.

Ahí tenía que comenzar el recorrido caminando por la misma
calle hasta llegar a la estación ferroviaria de Constitución, y de regreso
tomar el mismo tranvía.

Al
terminar de cenar, los chicos se fueron a cenar y nosotros nos sentamos a
conversar en el living, sobre la situación en Polonia y el futuro de los judíos.

Yo les conté de mi decisión tomada antes de venir, de lo que me escribieron de
la situación en mi casa, y terminamos llorando hasta que Balche nos interrumpió
para que vayamos a dormir y diciéndome “Dios te va a ayudar para que tengas
éxito y puedas realizar pronto tus deseos”.

 Al otro día,
sábado, me levanté temprano y salí a trabajar. Siguiendo las instrucciones,
tomé el tranvía Nº 2 y le pedí al guarda que me avisara al llegar a la calle
Constitución (en ese entonces los guardas y la policía eran muy atentos con
los inmigrantes), me contestó “sentate que falta mucho, como una hora, yo te
avisaré”.

Así fue, cuando llegamos paró el tranvía y me ayudó a bajar, yo
dije una “brajá” (oración) y comencé a golpear las puertas con mucho
entusiasmo. Seguí golpeando y golpeando sin éxito, pasaron las horas y las
cuadras sin “estrenarme” como vendedor.

Para peor, tenía
cada vez más hambre porque había salido sin desayunar y con solo una moneda
para el tranvía, no le pedí plata a Moishe porque pensaba que algo vendería y
que sería como en el sur, donde de cada dos casas en una algo vendíamos.

Así seguí
caminando hasta que tuve que sentarme en el umbral de una casa a descansar. Como
a los 10 o 15 minutos se abrió la puerta, entonces me levanté, vi que era una
fábrica, y pedí disculpas. En eso, uno de los hombres me pregunta “¿qué
vendes, gringuito?” (así acostumbraban a dirigirse al inmigrante), cuando se
lo dije me hizo pasar.

Abrí las valijas y comencé a hacer los comentarios que
había aprendido en el sur, y se fueron acercando otros a ver. El que me hizo
entrar me compró un corte de casimir para él, una combinación para la señora
y medias, y los otros empezaron también a comprar.

En conclusión, vendí casi
todo, imagínense lo contento que me puse. Ese lugar era una fábrica de artículos
sanitarios de bronce, en donde cobraban los sábados la semana de trabajo,
incluso algunos me hicieron algunos encargos y me pidieron que vuelva el sábado
siguiente.

Muerto de hambre
(ya eran como las 3 de la tarde), me metí en una confitería y me pedí un café
con leche con pan, manteca y mermelada. Lo devoré y me quedé descansando, pero
a la media hora volví a repetir el pedido.

 ¡Ahora sí
podía volver a casa!. En aquella época no existía el sábado inglés, y se
trabajaba hasta los domingos, que de hecho eran los mejores días para los
vendedores ambulantes porque se pagaba en forma semanal, y en esos días la
gente se encontraba con plata en la casa.

Me bajé del
tranvía en la esquina del negocio, y al entrar me recibió Moishe. Le conté lo
bien que me había ido, pero como los socios estaban ocupados le dije que no les
contara nada. Al ratito salió David y riéndose me dice “¿cómo te fue,
gringo?”.

Como le contesté “más o menos”, se acercó al mostrador donde
estaba la valija y, como era alto, se agachó y la levantó de un tirón, con
tal impulso que casi se la da en la cara, porque estaba casi vacía.

“Te hiciste la
América hoy”, me dijo.

 Continuará….