Un cuento árabe sobre la ambición y nuestro legado a nuestros hijos



Un rey fue a la guerra con sus tropas. En el camino se encontró con un hombre
viejo que estaba plantando higueras. Le preguntó el rey: "¿Cuántos años tienes,
abuelo?" Respondió el anciano: "Tengo cien años, esplendor de tu reino." Le dijo
el rey: "Y dado que eres tan viejo, cuando te mueras ¿quién va a disfrutar de
tus higueras?" Respondió el anciano: "Señor, rey mío. Yo las planto.

Con suerte
también yo comeré de las higueras que he plantado, y si no, lo harán mis hijos,
de la misma forma que yo comí de las higueras que plantó mi padre”.


El rey estuvo en la guerra durante tres años y volvió a su ciudad. Cuando volvía
por el mismo camino, vio al hombre viejo, éste se le acercó y le dio una pequeña
bolsa llena de espléndidos higos.


"Señor, rey mío -dijo el anciano- yo soy aquel viejo que visteis hace tres años
plantando higueras en este lugar. He aquí que Dios me ha concedido poder comer
del fruto de aquellas higueras, y también podéroslas dar como regalo a mi rey."


El rey probó alguno de esos espléndidos higos y le gustaron mucho. Luego ordenó
a sus sirvientes: "Tomad el saco y llenadlo de monedas de oro. Es un regalo para
ese amable anciano."



El anciano cogió la cesta llena de dinero y se fue a su casa y contó lo sucedido
a sus hijos. A todo esto, su vecina oyó el relato y se lo explicó a su marido
diciendo: "¡Sal y mira! Hay hombres que hacen cosas y prosperan, mientras tú te
quedas sentado en casa, sin nada que hacer.

He aquí que nuestro anciano vecino
ha regalado al rey un pequeño cesto lleno de higos y el rey se lo ha devuelto
lleno de dinero. Ve rápido y coge tú también una gran bandeja y llénala de
manzanas, limones y granadas. Se la llevas al rey y él te la llenará de oro.


Fue, entonces, el hombre y llevó ante la presencia del rey una gran bandeja
llena de espléndidos higos maduros. Una vez ahí le dijo: "Señor, rey mío, he
oído que os gustan los higos y he aquí que os traigo estas delicadas primicias."

Miró el rey el rostro de ese hombre, luego la gran bandeja y comprendió por qué
había venido hasta él. Se giró hacia sus sirvientes y les dijo: "Coged los
frutos de este hombre y lanzádselos a la cara."


Los sirvientes del rey hicieron correr a ese hombre durante una legua y uno a
uno le fueron lanzando los higos, echándolo al final.


El hombre de vuelta a casa, a medida que reía y reía más, le fue cambiando el
humor. Su mujer le pregunto: "¿Y dónde le ves la gracia?"


Le respondió el marido: "Mi buena suerte me ha sonreído porqué llevé al rey
higos y no hizo lo que dijiste. Imagina que mala y amarga hubiera sido mi parte
si los servidores del rey me hubieran lanzado los limones y las granadas en mi
cara. Y si los higos ya estaban maduros y blandos, no sólo no me dolieron sino
que además pude ir probando aquellos que caían en mi boca."