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Cuento para leer en sábado

En el pueblo del niño chico las
siestas se sucedían interminablemente. El niño chico siempre dormía la siesta.
Tarde, pero dormía.

 
Nunca nadie supo su nombre porque nadie conoció a sus padres, y como él
no hablaba, ninguno de los habitantes se atrevió a ponerle uno.

Había aparecido un mediodía con un ventarrón del  norte y se quedó. Era chiquito, de
movimientos cortos y mirada esquiva. Entendía todo y tenía una perspicacia poco
común. Era muy sensitivo y cariñoso y eso era, para él, una forma de
comunicación.

En el pequeño atado de ropa que traía consigo cuando apareció, guardaba
un biberón y un chupete, junto a un cuaderno donde acostumbraba a escribir
números palíndromos mientras señalaba 
planetas con una sonrisa, en los atardeceres.

Al niño chico le gustaban los animales. Todos lo asombraban y le
producían una infinita curiosidad. La música ejercía una natural magia sobre su
persona. Lo cautivaban los sonidos, los compases, las notas musicales.

Cuando escuchaba alguna melodía en particular era como que lo invadía
una honda nostalgia y permanecía  en
éxtasis, como en trance, durante horas.

En el pueblo todos lo querían, lo
necesitaban. Era como un aclimatador de tensiones. Su sola presencia imponía
calma, serenidad, cual un blando sentimiento de felicidad.

No hablaba, pero todos lo entendían.

Por momentos, su mirada clara se perdía en
la inmensidad del cielo, como pensando, como extrañando, como esperando.

El viento, cuando en los atardeceres jugaba
con sus cabellos rubios inventándole remolinos en la cabeza, creaba al mismo
tiempo una aureola de oro sobre su personita, otorgándole el aire ausente de un
pequeño Dios.

Pero con el pasar del tiempo, la gente se
fue olvidando de los afectos y comenzó a interesarles más el dinero y las
posesiones materiales  que los
sentimientos. Desconocieron la necesaria evolución interior, los padres se
alejaron de los hijos y los hijos de los padres. Brotó la envidia y la ambición
desmedida y despreciaron la generosidad, la solidaridad. Floreció la injusticia
y la inseguridad.

Y cuando llegó el
día en que todos estaban
divididos por sus intereses particulares de pronto alguien sintió que un ángel
de la guarda le recordaba al oído la existencia del Niño Chico. Lo buscaron los
más ancianos, que se suponía serían los más sabios, para recuperar la Paz
perdida. Lo encontraron lejos, sentado en una colina, meditando abstraído.

-Niño Chico – le dijeron- , recurrimos a vos
porque tenemos ya mucho dinero. Más de lo que podemos gastar en toda nuestra
vida. Hemos vendido todo. Hemos negociado todo. Pero ahora que ya somos ricos
necesitamos saber donde podemos conseguir, dónde comprar, las otras cosas
importantes – que no son cosas-: la sabiduría, el amor, la amistad, la armonía,
la Paz, la sensibilidad, la Fe…No las encontramos  por ninguna parte y  ahora
tenemos con qué pagarlas.

Entonces, recién entonces, el Niño Chico
habló. Y habló sólo para decirles:

-“Lo esencial es invisible a los ojos.” Y
sonriendo, desapareció.

Sólo entonces lo reconocieron. Era El
Principito.-

(In memorian Saint-Exupery,
Corrientes, mayo l991)

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