En un
rinconcito,
cerca de la
ventana
en una sillita
de mimbre
estaba sentada
su cabello
blanco
cubierto hasta
el
último pelo.
Desplumaba
gansos
para
confeccionar acolchados
de pluma,
para sus hijos y
nietos.
Seguía día
tras día
desplumando,
desplumando,
aunque de
memoria ya no sabía
cuántos nietos
tenía.
Había sido bendecida
con muchos hijos
y a su vez, sus
hijos
con más hijos
y así se perdía
en la cuenta.
Con su pícara
mirada,
desviada cuando
alguien la observaba,
sabía todo lo
que pasaba
en la casa.
Lo que no podía
esconder
era esa mirada
cariñosa
cuando su hijo
pasaba
cerca de ella.
Cuando nadie en
ella se fijaba
sacaba un trozo
de pan
del delantal
y no lo comía
sin antes decir
la bendición.
Nadie se acuerda
haberla visto jamás,
con su nuera,
conversar.
Los viernes al
mediodía
de su sillita se
levantaba
se sacaba el
delantal,
se higienizaba.
Un vestido
limpio se ponía
y empezaba a
leer
el libro litúrgico
escrito para mujeres.
Los sábados
observaba
por esa misma
ventana
a los hijos
yendo hacia la sinagoga
y nietos,
esposas y novias
paseando hacia
los jardines del pueblo.
Con una sonrisa
apenas dibujada
en sus labios
alzaba la vista
y daba las
gracias
al Todopoderoso
por ver todo
esto.
Así, semana
tras semana…
Así era mi
abuela.
Fuente:
Vidas, rescate de la herencia cultural (Club 65, SHA, 1986)