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Sospecha

Despertó angustiado. ¡Se estaba muriendo!. Tenía el abdomen contraído y los músculos del pecho tensos, a causa de sus desesperados esfuerzos para llevar un soplo de aire a sus pulmones…

– ¡Calma!…
¡Calma! – Se ordenaba silenciosamente, mientras procuraba seguir las
instrucciones dadas por el médico – Estiró la mano, en busca del vaso con agua
que estaba en la mesa de luz y, acercándolo a los labios, bebió.

 

-Un sorbo, un
sorbo a la vez, seguí las indicaciones- decía – Lentamente, no importa que te
cueste respirar. Un sorbo a la vez, como dijo el doctor-.

 

Poco a poco,
el agua disolvió los restos de jugo gástrico que aún quedaban en su garganta. La
traquea volvió a abrirse y una bocanada de aire inundó sus pulmones.

 

Irene,
tratando de disimular su angustia, fue a buscar otro pijama, pues el que tenía
puesto estaba totalmente empapado por el agua que él había derramado en su
desesperación. También trajo una jarra con agua fresca.

 

Luego, se
acurrucó a su lado. El aspecto compungido de su rostro, discordaba con la
expresión de los ojos que, por momentos, parecían brillar de excitación.

 

Se recostó
sobre las almohadas y, medio dormido empezó a recordar el día en que se
conocieron…

 

Era como la
había soñado. hermosa, sensual, tierna, contenedora, sumisa y siempre dispuesta
a conciliar con él. Juntos, del brazo, se alejaron de Tetra-destino, la pirámide
de cristal y acero en donde ella había visto la luz, para enfrentar un futuro
lleno de expectativas

 

Y estas se
cumplieron. Su piel despertaba en él sensaciones desconocidas. Escuchaba con
sumo interés las tediosas explicaciones que Jaime le endilgaba sobre su
colección de escarabajos y lo acompañaba, en las largas caminatas que hacían por
el bosque buscando nuevos especímenes.

 

Además, era
una excelente cocinera. Cada día lo esperaba con una sorpresa. A veces un
delicioso plato de la cocina francesa. Otras, raros manjares de países remotos.
Sabía preparar comida mejicana, hindú, siria, árabe y de otros lugares que él
jamás había oído nombrar.

 

Los
condimentaba con las exóticas especies de su lugar de origen, por lo que éstos
conservaban su sabor, fuego y misteriosa atracción. Vivían un eterno y
maravilloso romance, pero…

 

Por momentos
los ojos de su esposa se volvían opacos ante su mirada, como velando un secreto
y otras veces le parecía advertir una cierta expresión culpable en su rostro,
cuando él, de repente, la contemplaba. ¡Y esa acidez!…

 

-Hipercloridia
combinada con una hernia de diafragma. Esta es la causa de los reflujos de jugo
gástrico en su esófago – diagnosticó el gastroenterólogo- Para evitarlos debe
abstenerse de comer cosas picantes, café, alcohol, limón, tomate.

 

Especialmente
nada que tenga vitamina C ya que el jugo gástrico puede provocar un espasmo en
su tráquea, de tal intensidad, que la cerrará impidiéndole respirar.

 

Aterrado ante
esta perspectiva, Juan cumplía la dieta con toda rigurosidad, durmiendo además
con dos almohadas, a fin de evitar que las regurgitaciones ácidas ocasionaran un
accidente fatal.

 

Pese a todo,
continuaba sufriendo esos accesos de ahogo, casi muerte. No descansaba de noche,
pues el temor le impedía conciliar el sueño y, cuando lograba hacerlo, tenía
horribles pesadillas. Soñaba que le acechaban, que una sombra negra se inclinaba
sobre él asfixiándolo sin compasión.

 

Cuando
pretendía liberarse, despertaba para escuchar la dulce voz de Irene
reconviniéndole por su mal dormir, mientras acomodaba las almohadas que, en su
agitación, había tirado al suelo.

 

Todo siguió
igual hasta el día fatal en que, buscando en la alacena de la cocina un poco de
bicarbonato, encontró, entre los condimentos, varios envases medicinales en cuyo
membrete se leía “ácido ascórbico”.

 

¡Acido
ascórbico!…¡Vitamina C!… Entonces comprendió por qué su mujer hacía tantas
comidas exóticas, con extraños sabores que no podía definir. Y supo la causa de
que su acidez no desapareciera.

 

Corrió,
desesperado, a buscar ese botón que había jurado no oprimir jamás, maldiciéndose
por no haber pedido que bloquearan en ella la capacidad de matar -en realidad
jamás pensó que estuviera capacitada para hacerlo-.

 

¿Acaso entre
todos los papeles que había firmado, el día que fue a buscarla, había alguno en
que le dejaba todos sus bienes a ella, y por ende a sus creadores, Tetra-destino?

 

De todas
maneras, sabía lo que tenía que hacer. Se detuvo en la puerta del dormitorio
para calmarse. Entró… ella alzó la cabeza y le miró, inquisitiva. Se acercó
sonriente, la tomó en sus brazos y mientras la besaba, introdujo la mano bajo su
blusa.

 

Buscó
anhelante hasta que encontró lo que buscaba. Entonces oprimió el botón. Irene,
su compañera ideal, la que había sido su mujer, quedó laxa, como dormida entre
sus brazos. La apartó de sí, con disgusto y llamó a la empresa para que vinieran
a retirarla en un horario en que él no estuviera presente.

 

Una semana
después, cuando fue a realizar los trámites de su devolución, se enteró
horrorizado que el “ácido ascórbico” constituía un elemento esencial en la dieta
del delicado organismo bio-cibernético que era, en esencia, su muy querida
Irene.

 

Quiso
recuperarla, pero era demasiado tarde… Hacía tres días ya, que la habían
incinerado, considerándola defectuosa, a causa de sus acusaciones.

Enviado por
María del Rosario Márquez Bello. ¡Muchas gracias!

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