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Réquiem por la felicidad perdida

Decidí incursionar en un tema difícil y controvertido a partir de un sentir muy específico del señor Carlos Loiseau, más conocido como “Caloi”, y de lo que ampliaré un poco más abajo…

Y no es para menos: debo procurar esclarecer las razones del porqué nuestro país, que rebosaba placidez por los cuatro costados, con un pueblo radiante y feliz hace 50 años, sufrió una cruel metamorfosis que lo languideció en un estado de tristeza, frivolidad, y con ciertos estamentos sociales adoptando costumbres poco claras y para nada favorables.

Todo ello producto de un estado de desesperanza y de un inefable “dejà-vú” que con el correr de los años fue modificando (iba a decir “alterando”) el status vivendis de varias generaciones.  Lo que nos ha sucedido es que la felicidad ha mutado en tristeza a lo largo de todo  ese tiempo y que solo los viejos podemos notar el cambio y ponerlo de manifiesto.

Va de suyo que esa congoja inefable nos hace aferrar a cosas que, mientras evolucionábamos, creíamos que iban a ser  eternas – la unidad familiar, el afecto fraternal, la firme voluntad de ser alguien en el futuro a través del estudio y el trabajo, etc. –; vivencias que fueron desapareciendo de manera sutil e imposibles de recuperar.

Y eso nos lastimó; nos dolió (y nos duele) profundamente. Es que los veteranos como yo y Caloi – y como muchos que probablemente lean este material – nunca olvidaremos la felicidad pasada porque día a días comprobamos que ahora la felicidad es otra cosa.  

Como soy poco afecto a dejar pasar ciertos auto desafíos intelectuales, a pesar de conocer mis limitaciones, y a modo de justificación –  temo que en lugar de ejecutar un tango me descuelgue con una lambada, metáfora aparte – debo dejar en claro que la tarea que me propuse era más apropiada para el sesudo análisis de un psicólogo, un sociólogo o un filósofo  que para un  periodista jubilado a punto de culminar su ciclo biológico.

Antes de entrar de lleno en mis disquisiciones, debo decir que hace muchos años un intelectual europeo de fama mundial – mi memoria me es absolutamente esquiva para identificarlo puntualmente -, emitió unos conceptos sobre los argentinos que a muy pocos le cayó bien y mereció duras críticas: nos consideraba un pueblo triste… ¿Fue una exageración?    

Hace poco tiempo Caloi se lamentaba, con cierta y justa congojado, por un pasado que añora y le lastima el alma a cada instante, confesando que “cuando él creció en la Zona Sur, más precisamente en Adrogué, era feliz; porque vivía en un país feliz”.

Para el artista, como una verdad irrefutable, todo ha cambiado. Décadas atrás se podía encontrar la felicidad no solo en el placer de los contactos humanos, sino en el descanso del agotador trabajo diario; en las relaciones de los integrantes de un hogar bien organizado y reflexivamente llevado; en los almuerzos domingueros que preparaba la “vieja” y con papá en la cabecera de la mesa; en asistir a una cancha de fútbol donde aún no se exhibía la violencia como una tragedia cotidiana; en los atardeceres veraniegos de sillas en la vereda, con vecinos cotorreando y chiquilines inventando pasatiempos…

En ese contexto puede sostenerse que la felicidad de la que gozábamos no era sino la armonía completa de nuestro yo con el mundo que nos circundaba.

Es factible que los jóvenes de antaño les podamos inculcar a los jóvenes de hoy que la fuerza está en la lozana juventud, pero que la prudencia está en los viejos a los que hoy ellos marginan.

Una prudencia que también deberían comulgar para obrar con sensatez, en tanto y en cuanto pudieran escuchar y analizar nuestras sanas e inocentes vivencias pretéritas.

No para que las pongan en práctica, sino para que les sirva de guía cuasi espiritual.  Lamentablemente es difícil derribar el muro generacional que divide a unos y a otros, y que se constata en todos los círculos sociales.

Lo que sigue parece traído de los pelos, pero me resulta necesario exponerlo ya que es una de las causas que conduce a las consecuencias de la felicidad perdida.

Cuando veo a ese exaltado músico llamado  “Charly” García cometer atrocidades en un escenario, o trasladar sus desatinos – productos del alcohol y las drogas, dicho honestamente y sin tapujos – a la calle misma y delante de las cámaras de TV, siento un horror inefable porque la prensa obsecuente – la escrita, oral y televisada – desestiman que estas grotescas excentricidades sean en realidad producto de un cerebro absolutamente desquiciado y lo presentan como “otro desaguisado del genio” intocable.

Y emiten una y otra vez el transitar tambaleante del músico, como títere con hilos truncos, por un escenario caótico, tirando golpes y recibiendo algunos merecidos trompis.

Pero mi terror se extiende mucho más allá. Y es cuando veo que cierta juventud sado-masoquista lo apoya, lo aclama, lo toma como icono y ejemplo de libertad impoluta cuando en realidad solo se trata del abominable libertinaje de un pobre chiflado.

Y lo más grave es que nadie se atreve a censurarlo cuando ese engendro enfatiza que sus predilecciones son “El sexo, la droga y el rock’an roll”, rozando la apología del delito. Realmente también esto me llena de tristeza. ¿A quien no?

Tampoco puedo dejar de analizar el comportamiento de ciertos políticos y funcionarios públicos – revoluciones genocidas mediante – que con su desvergüenza alimentaban el desdén de los jóvenes hacia la verdad, la justicia y el respeto,  induciéndolos a pensar que la mentira y el peculado era algo para imitar por cuanto a nadie se castigaba.  Otro ítem que me genera mayor tristeza y desazón.

Eventos como estos – a mi juicio –  fueron algunos de los muchos factores que a lo largo de décadas fueron marcando la decadencia moral e intelectual que notamos hoy en casi todos los ámbitos, especialmente en la televisión donde la grosería verbal y visual, sumados al escarnio y a la humillación practicada por libretistas y conductores, quedaban grabadas en la mente de los jóvenes como algo natural a pesar de lo despreciable.

Pseudos actores participando en situaciones donde se generan acciones burlescas hacia ciertos sectores culturales argentino, o la insólita actitud de un animador escupiendo el rostro de uno de sus comparsas, que solo atinó una genuflexión.

Se había perdido todo sentido de la dignidad. Verdaderamente para llorar de tristeza. ¡Qué difícil es el tratamiento objetivo de este tema, querido amigos!  

Particularmente cuando uno no es especialista sino un observador ecuánime de los efectos desastrosos que se fueron dando a lo largo de cinco décadas y que necesariamente comenzó con el enfrentamiento generacional entre algunos padres e hijos, especialmente en familias desavenidas.

Se trataron de batallas, y permítaseme el término, en las que no existieron padres victoriosos ni hijos sometidos. Ambos contendientes perdieron si consideramos los resultados. Pero quienes creyeron que habían alcanzado su objetivo, con el tiempo tuvieron que aceptar que habían logrado un triunfo a lo Pirro.

Estudios truncados, farras corridas, alcohol y drogas… Jóvenes seguramente con un alto C. I. tienen por delante un futuro incierto ya que el libre albedrío sin un sostén, no lo es todo. Más tristeza… más resignación ante la imposibilidad de un cambio.

Recordando la forma en que nuestros padres nos trataban, es muy posible que muchos jefes de familia actuales sientan que no solo se mostraron débiles con sus hijos cuando estos les demandaban mayor independencia, sino que con el paso de los años y los malos paradigmas a que se aferraron los jóvenes vieron perdida gran parte de su autoridad.

Nosotros, en su momento, fuimos alcanzando la emancipación, paso a paso, sin reclamos airados. Fuimos logrando el  libre albedrío de a poco.

No se nos restringían nuestros derechos, sino que se nos fijaban pautas basadas en la moralidad y en el sano criterio de la sensatez. Y éramos felices

Dentro de las obligaciones legales de los padres están proveer a la alimentación, la salud, la vestimenta, el estudio (tan desjerarquizados por los constantes cambios introducidos por las autoridades) y a las  expansiones espirituales a que se hacían merecedores.

Hoy vemos que muchos progenitores adoptan la posición del soberano que asiste inerme a una rebelión de sus súbditos y sin contar con los medios adecuados para poder sofocarla. Así de simple.

Y es tal la potencia adquirida por los jóvenes – la televisión, las revistas de escándalos y ciertos referentes que deberían estar entre rejas son parte de los que promueven esa rebelión, que ya es incontenible – que los resultados son que los progenitores – en muchos casos familias desechas y rehechas – terminan por bajar los brazos y ver la insurrección de sus hijos, obcecados por el deseo de rechazar la autoridad de sus padres a quienes consideran reliquias del pasado e impugnando su sana costumbre de vida.

Muchos con quienes he hablado consideran que los padres han transmutado su conducta, o que los tiempos han cambiado de manera inexorable.

Posiblemente las dos cosas han ocurrido de manera simultánea, pero lo concreto que entrados al Siglo XXI se hace más que evidente que las relaciones entre padres e hijos están en constante transformación, como los jóvenes lo están en su manera de conducirse frente a una sociedad a la que detestan porque le cuestiona – con razón – ciertos códigos de conducta realmente deplorables.

Nada más ver y oír por radio a ese extraño espécimen llamado Fernando Peña, cuyo cerebro es un albañal y de su boca solo salen efluvios cloacales, considerado un dechado de “virtudes” en todos los medios. Y eso, a los viejos, nos desalienta y nos colma de mayor tristeza.

Hay infinitas circunstancias ramplonas y inciviles – las vemos a diario en una televisión que parece complacida en divulgarlas; lo leemos en los periódicos que las exponen sin omitir los términos soeces que aplicaron los protagonistas; lo comentamos entre amigos desconcertados – que solo pueden provocar mayor tristeza y desconsuelo en quienes  añoramos cada vez más la felicidad perdida e irrecuperable de nuestra mocedad.

Tantos años de de felicidad ahora interrumpida para siempre dejaron fuertes raíces en la memoria y en el corazón, heridos por el mismo golpe que detuvo el curso del tiempo venturoso que no ha de volver jamás, y que produjo un profundo abismo en el que el alma de mejor temple cae y se conturba.

Para culminar, y con dedicatoria para aquellos jóvenes desorientados de hoy que,  buscando la felicidad, se pierden en un laberinto del que no encontrarán la salida,  apelaré a palabras de Pitágoras que de esto sabía un poco:

“La felicidad es honrar a tus padres. Es hacer aquello que no pueda mancillar tu memoria. Es no cerrar tus ojos bajo el dominio del sueño hasta tanto que, por tres veces consecutivas, no hayas examinado en tu alma todas las acciones del día.

Es preguntarte a ti mismo: ¿Dónde he estado? ¿Qué he hecho? ¿Qué hubiera podido hacer? Así después de una sana vida, sin renunciar a tus derechos inalienables, cuando tu cuerpo vuelva a los elementos, llegarás a ser inmortal e incorruptible: no podrás morir”.

La felicidad fue fácil perderla, lo difícil será recuperarla… como antaño.

Amén.       

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