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Tímidos no, tímidas sí

El cómico Verdaguer contaba que había un hombre tan tímido que veía la televisión a través de un espejo, porque no se animaba a mirarla de frente. ¿Pueden imaginarse a ese personaje, con esa timidez, declarándole su amor a una chica…?


Se dice
que los gatos no sienten emoción ante los ratones prudentes, y que a las mujeres
no les gustan los tímidos, que prefieren los recios.

 


Ellas no tolerarían un
Romeo que al intentar conquistarlas les dirigiese la palabra tartamudeando por
miedo, o se ruborizara afiebrado, o resonaran palpitaciones en su pecho como si
fuera el tambor de Tacuarí, le temblaran las piernas cual bailarín de boogie-woogie,
y transpirara igual que un minero excavando a diez metros bajo tierra.

 


¿Por qué a las mujeres no
les gustan los tímidos?

 


Primero
porque las abuelas exageraron sus expectativas masculinas con aquellos inefables
cuentos en los que el príncipe azul las despertaba del sueño eterno con sus
besos y las traía este mundo, las defendía, y las cuidaba con su espada
invencible.

 



Segundo, porque de chiquitas hubo en sus vidas un héroe gigante que les ponía la
mermelada en el pan: papá.

 


Pero
ojo, no por eso les caen bien los cancheritos que se creen winners
totales porque (al igual que los apocados) no les permiten desmantelar su escena
de seducción.

 


La hembra, en toda la especie, elige al macho, dejándole
generosamente un espacio para que éste despliegue, como el pavo real, su
masculina fantasía de levante y se la crea.

 


El
muchacho entonces se hace el galán y suelta sus lisonjas edulcoradas,
satisfaciendo al mismo tiempo con su adulonería sexual esa cuota de narcisismo
femenino que ella le exige sentirse única.

 


Claro
que el tipo cohibido corta esta mística dramática, tose, no sabe qué decir, se
desdobla en sujeto y observador de sí mismo y proyecta en ella la imagen de un
juez implacable que lo ha condenado de antemano. Todo en su imaginación, obvio.

 

A
ellos, ¿los tranquiliza la timidez de ellas?

 


Los
varones en cambio, si buscan pareja estable y deben optar entre una timorata y
una descarada, intuyo que prefieren a la que es o se hace la “mosquita muerta”.

 


La mina demasiado sociable nos intranquiliza, y mucho más la que demuestra que
no le tiene el menor miedo a los hombres. Nos gusta suponer que nuestra
Cenicienta jamás le contestaría a un desconocido que le sonríe o le habla en un
colectivo.

 


Ya antaño, el propio Cervantes expresaba que no hay nada más
pesado que una mujer liviana.
También están esos Adanes que se
asustan ante la mina exitosa, esas ejecutivas con un gran potencial para lograr
poder económico y social, inteligentes, decididas, agudas, a tal punto que a
ellos les resulta imposible intuir que ellas en la cama son sensibles, sumisas,
afectuosas.

 


Quizás
la solución para estos seres generen vínculos amorosos sea:

 


1) para
los vergonzosos: urgente terapia farmacológica

 


2) Y a
vos, la atrevida, te sugiero disimular un leve recato que nos permita soñar,
ingenuamente, que nunca más vas a necesitar otro hombre.



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