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Los combates nocturnos

Recuerdos escolares de los años ’30.

Recetas para eliminar marcas y pozos.

No
había salido el sol y tras la campana el celador general, un alumno del último
curso, entraba a los dormitorios haciendo levantar a los perezosos. Todos lo éramos, pero en grado superlativo el gordo Cuesta.

Había que sacudirlo, moverle la cama y por último sacarle las cobijas. Sin inmutarse, con los ojos semicerrados, las recobraba, y su
persona voluminosa retomaba el hilo del ronquido.

Su
gran pasión era la cama, a la que entregaba sus afanes, sus cuidados; y se nos
antojaba que sin ella era un náufrago.

Los
friolentos con la toalla anudada al cuello salíamos a la carrera rumbo a los
lavatorios. Un empujón, un choque
y alguna otra escaramuza nos terminaban de calentar el cuerpo.

Regularmente
el dormitorio estaba arreglado, las camas más o menos tendidas, y algunos
zapatos y ropas apresuradamente amontonados cuando el Vice pasaba inspección,
lo que sucedía con frecuencia a pesar nuestro.

El
dormitorio en primer año estaba en la planta alta, y era quizá el más
desordenado. Compañeros reñidos
con el orden sembraban la bohemia, que corría como una peste.

Cuando más apegados estábamos a ella, algún remedio drástico que venía
del Celador General o del personal directivo, nos hacía entrar en la buena vía.

Sin
embargo fue siempre el dormitorio un fortín, "donde el viento entraba pero
el rey no", como decían los ingleses de la Edad Media.

En son de paz y con modos impecables tenían acceso los compañeros
de los dormitorios de otros años. Alguna
indiscreción o antipatía suscitada acarreaba la observación de intruso y de
que se lo pusiera de "patitas en el pasillo"; siendo éste el espacio
amplio que mediaba entre los salones dormitorios de primero
y segundo años.

A
veces la "cofradía" de uno, barajando ocurrencias y motivos de
jarana, concertaba un combate nocturno contra los ocupantes del otro.

Los
salones de unos 20 mts. por 6, albergaba unos veintitantos combatientes, bien
alimentados y no menos obedientes a las consignas guerreras. Ambas puertas quedaban en línea recta, y desde el fondo de uno se veía
un amplio sector del otro.

Alpargatas,
zapatos de toda medida y peso y galletas guardadas con ese fin, componían la
munición a utilizar en el bombardeo.

En
primera línea, parapetados entre las camas, se ubicaba la fuerza de choque: los
más avezados como fuerza de asalto. Detrás
tomaba posiciones la artillería, aquella que donde ponía el ojo ponía el
galletazo.

Abiertas
las puertas se veían las posiciones. La
calma como en las grandes tormentas precedía al combate. Alguna risa sofocada, una indicación breve e imperiosa, una cama que se
movía con su guerrero atrincherado, eran los breves preludios.

La
cabeza asomada más de la medida tentaba la puntería enemiga, y el galletazo
que pasaba silbando iniciaba la batalla.

Siguiente:
Comienza la batalla