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Cambios psicológicos y sociales en los adultos mayores

El envejecimiento del organismo plantea no sólo problemas médicos específicos sino también psicológicos y sociales que afectan al individuo tanto como a la familia y a la comunidad.

A
medida que se envejece, se puede dificultar la vida activa por a tres factores
principales:

·        
Invalidez progresiva producida por el proceso
normal de envejecimiento fuera de toda relación con procesos patológicos.

·        
Acentuación de los efectos de las enfermedades
crónicas.

·        
Problemas psicológicos y sociales debidos
generalmente a situaciones familiares y económicas asociadas con la senectud.
 

Empezamos
a envejecer antes de nacer y seguimos haciéndolo a lo largo de toda la vida. El
envejecimiento es un proceso natural que se debe recibir con beneplácito. La
esperanza de vida ha aumentado en forma muy pronunciada desde el fin del siglo
XX a escala mundial. Actualmente hay en el mundo aproximadamente 600 millones
de adultos mayores y se estima que para el año 2020 serán 1,000 millones.
 

Sabemos
que hay dos tipos de envejecimiento: el que se podría llamar natural, provocado
por el mero transcurrir del tiempo, ese tiempo que se extiende desde que
nacemos hasta que morimos y que desde él vamos produciendo cambios; y el
denominado socio-génico provocado por las condiciones
socio-culturales-económico-políticas que ubican o insertan a cada persona en un
lugar determinado de la cadena etaria.
 

El
organismo envejece, esto es, va sufriendo la acción del tiempo y va
transformando sus características y posibilidades, pero también es cierto que
tanto las características como las posibilidades son recogidas por el entorno
social para fijar pautas, y dictaminar qué puede y qué no puede, qué debe y qué
no debe hacer una persona a la que llama “vieja”.
 

Se
decide (son los modos de cada sociedad) que a un bebé le está permitido liberar
esfínteres hasta aproximadamente los 2 años, edad en la cual deja de
aceptársele esta libertad para pasar a educarlo, induciéndolo, amenazándolo o
castigándolo si no cumple con lo que de él se espera; luego se decide que a los
6 años deberá empezar su instrucción primaria y, de no hacerlo, la sanción
recaerá sobre sus padres, si hubo negligencia de éstos, o sobre el niño, si se
niega a asumirla, en cuyo último caso se consultará con especialistas para
superar el trance.
 

Llegado
al final de la adolescencia y entrando en la primera juventud, se espera del o
de la joven que constituya una familia y, si no lo hace en un lapso prudencial,
comenzarán el asedio y la inquisitoria familiar y social, investigando las
razones de la mora, etc.
 

En
el extremo, llegados a la recta final, se espera que los viejos se queden
quietos, que no protesten y no ocupen más lugar que el reservado para sus pies.
 

En
el caso del adulto mayor en especial, se agrega otra marca conocida, clara y
casi fatal por sus consecuencias, la de la edad de la jubilación.
Se le dice: “Ya has cumplido, ahora tienes que descansar y dejar tu lugar a
otros más jóvenes”.
No importa si él se encuentra en la cúspide de su rendimiento, capacidad o
experiencia, con resto para transmitir lo que sabe y con tela para seguir
aprendiendo.
Tampoco importa si, por el contrario, hace 10 años que da muestras de cansancio
y de claudicación (física y/o psíquica) o si, harto de la tarea que ha venido
desempeñando desde hace ya 4 ó 5 décadas, sus días transcurren en el suplicio
de la espera.
 

A
fuerza de ser empujado a “ocupar su lugar”, la desmoralización lo invade, la
depresión lo desactiva y domina y en esas condiciones, no tiene más remedio que
dejar hacer. Porque  el adulto mayor
tiene que empezar a actuar como tal, porque esto es lo “socialmente correcto”,
puede sentirse tan desanimado, tan desesperanzado, tan afrentado por las
injusticias de toda índole, que llega a descargar sobre sí mismo lo que de
buena gana descargaría sobre su prójimo.
 

Si
el niño es vulnerable por inmadurez, el adulto mayor lo es por hipermadurez. Y
así, aunque generalmente provisto de más experiencia, más conocimientos y más
capacidades que muchos de los jóvenes que lo desplazan, se encuentra más sujeto
a las reprensiones de éstos, a sus reprobaciones y a los dichos de toda especie
que, por tradición, suelen propinársele.
 

En
este sentido, y para encuadrarse en el estereotipo y no ser señalado, es
habitual ver encorvarse a viejos que podrían caminar erguidos, incluso
autoexcluirse del campo de la seducción y renunciar al adorno y al atuendo
atractivo por miedo al mote de “viejo verde”.
 

En
suma, es curioso observar como los viejos se auto-convencen de incapacidades
que muchas veces no tienen, por el mero hecho de que “así tiene que ser porque
así lo señalan los demás”, mandato que, tanto implícita como explícitamente,
llega a tener fuerza de ley.
 

El
conjunto de estos mandatos y muchos otros engendra, además, patologías
diversas, desde las somáticas a las psíquicas y, entre ellas, y especialmente
la depresión. No obstante, aún cuando la depresión cala hondo, un reflejo sano
de auto-conservación impele a seguir viviendo. Lo que obliga a preguntarse
sobre la forma de seguir que se pondrá en juego, esto es, qué calidad de vida
se proveerá para que este seguir viviendo tenga sentido.
     

Hasta
aquí lo que ocurre con los adultos mayores sanos. Es obvio que no todos lo son.
Los hay que padecen enfermedades diversas y también discapacidades varias. Se
diría coloquialmente, que si ser viejo fuera poco, encima está el padecer
dolencias varias. El adulto mayor suele cargar con la vergüenza de su
minusvalía, una vergüenza gratuita, naturalmente, pero que para algunos resulta
poco menos que insoportable. Por lo que se ve retraído, rehuyendo el contacto
con otros, rumiando su pérdida de elegancia, temeroso de mostrarse en público
por las burlas que, lamentablemente suelen acompañar su paso.
 

Naturalmente,
no siempre ha sido así. Hubo tiempos en que los viejos eran los sabios, los
consejeros, los escuchados, los consultados, los valorados. Hoy, con la
desacralización de la vida, con la falta de respeto por la naturaleza y por
todo lo que huela a valor tradicional, el adulto queda desinvestido de todos
los valores que alguna vez lo adornaron y ya no importa cuánto vale, cuánto
puede, cuánto sabe. Mas bien, se decreta todo lo contrario.
 

El
individuo nace conjuntamente con la sociedad. De lo contrario, no había ni uno
ni otra; una vez instalada la sociedad, cada nuevo sujeto que nace lo hace en
un contexto social. Es el grupo en el que se cría el que determinará, qué y
cómo será cada uno de nosotros.
 

La
sociedad con sus prejuicios, sus mandatos, sus estereotipos, sus normas, sus
ideales y sus sanciones, pesa sobre todos los sujetos en el sentido de
controlar la capacidad para el hacer, para la producción. Con ello condiciona
(o empuja) al adulto mayor, hacia una más rápida declinación.
Es como si constantemente le estuviera señalando que hay un punto final más
cercano al que tiene que ir adecuándose. Se le suele aconsejar que “descanse”,
que “no se agite”, que “ya hizo bastante y ahora tiene que dejar que otros
hagan por él”. De algún modo, se pretende transformarlo en un ser dependiente,
en un inválido, aunque este resultado, cuando ocurre, sea lo contrario de lo
que, en realidad, se deseaba. Tampoco se tienen en cuenta las repercusiones
internas que tienen éstas “amorosas” recomendaciones.
 

Por
lo tanto, habría que ver a la vejez o al adulto mayor como una etapa más de la
vida, no como una enfermedad, saber que la vejez no es sinónima de decrepitud y
deterioro, sino que puede ser una etapa lúcida y rica del ciclo vital. En la
mayoría de los casos, el adulto mayor sano quiere dar protección más que
recibirla y, lejos de esperar pasivamente 
la muerte, lo que desea es seguir emprendiendo y produciendo nuevas
realizaciones, no importa si llegan a completarse o quedan inconclusas, lo
importante es el proceso en que el sujeto puede embarcarse, más allá de si
puede concluirlo satisfactoriamente o no.

Por
Gloria Molina Pérez y Adriana Judith Saldaña Lozano