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Sexo sin amor

Tenemos la costumbre de hablar de las cosas importantes como si hubiéramos hecho estudios avanzados en la materia, cuando en realidad no tenemos mas que una “noción”, es decir, una “idea superficial”. Y respecto del sexo esto es una verdad aplastante…

Antes de meterse en las profundidades de tan importante materia, en
necesario hacerse las preguntas básicas, del abecedario, sobre el asunto: ¿Qué
es el amor? ¿Qué es el sexo?


No
podemos aquí, por razón de espacio, ahondar en el asunto. Los interesados pueden
encontrar mucho material al respecto, en densos libros de filosofía, psicología,
ensayos, etc.


Sin embargo -permítanme decirles- la mayoría de ellos aborda el asunto desde una
perspectiva “natural” -si no “ideal”-, que es la forma que le gusta a la gente,
al común de los mortales.



Los menos “común” prefieren opiniones quizás menos “bellas”, pero más reales y,
para eso, basta sacarse de la cabeza los prejuicios y observar la naturaleza,
“nuestra” naturaleza.


Llamamos “amor” –en relación al sexo- a un sentimiento ambiguo, imposible de
definir, confuso y, muchas veces, turbio.


La
realidad nos dice que “eso” no es amor, sino simple enamoramiento, es decir, la
consecuencia emocional de ciertas reacciones químicas del cerebro, que nos hacen
ver como reales ilusiones que satisfacen nuestras necesidades.



Precisamente, una vez que aquellos “vapores ilusorios” han dejado de tener
efecto, todo se desvanece, la ilusión se pierde y comienza la etapa de la
frustración y del desagrado, preámbulo del odio.


Consideramos al sexo como una “función vital” de nuestra relación socio-moral,
cuando en realidad no es más que un instinto –quizás el más poderoso- que no
posee más regla –en los humanos- que la búsqueda del placer.



Todo esto puede pareceros prosaico, poco serio, quizás hasta atroz, pero es la
realidad descarnada.



¿Es que debemos conformarnos con ella?



¿Es que debemos ceder a nuestros impulsos sin otra consideración que un
hedonismo supremo?

No. Porque el sexo no puede ser sin amor, como no
es, necesariamente, con amor,
en el sentido estricto del término.


O
mejor, dicho, hay una precondición amorosa en el sexo; que es un complemento del
mismo y que tiene por finalidad “amplificar el placer”. Podríamos decir que en
los humanos, el sexo sin amor es una futilidad y, quién sabe, una imposibilidad
o, en los casos extremos, un mal mental.


Pero el “amor” que acompaña al sexo no es el mismo que acompaña a las relaciones
humanas en sus variadas formas.


El
amor tiene infinitos matices que lo vuelven un sentimiento complejo y, por qué
no decirlo, perfecto.



Por otra parte, es imposible el “sexo sin amor” en un sentido estricto, ya que
es necesario cierto grado de “enamoramiento” para que se produzca la excitación.



Giovanni Casanova decía que “el objeto del deseo siempre es bello”, es decir,
que en el momento en que se produce el deseo, nuestra mente “ilusiona” nuestros
sentidos para que todo nuestro organismo entre en estado de excitación, esto es,
“amplifique” nuestra necesidad instintiva, nuestro apetito, para obtener así la
satisfacción, el placer, que se busca.


Y,
todo esto, sin considerar la necesidad de una constancia o permanencia, ya que
este fenómeno se produce en las relaciones tanto pasajeras como estables.



Más aún, el “enfriamiento” sexual de las parejas estables es consecuencia
principal de esta falta de “enamoramiento”, de esta excitación de nuestras
ilusiones, las que tienen directa relación con esa magia del sexo que reúne, en
si misma, razones fisiológicas, químicas y espirituales “en toda circunstancia”.


¡He allí la belleza, el arte, de este “apetito fundamental”!



Cuando descubrimos que existe en la sexualidad un “sentido” propio y exclusivo,
que no tiene relación estricta con nuestras costumbres o moralidades sociales,
sino que se manifiesta a pesar de dichas costumbres y morales, comenzamos a
vislumbrar la verdad “al final del túnel”, túnel que ha sido creado por ciertas
precondiciones ideológicas.


Para escapar de él, es necesario, ante todo, un gran respeto por sí mismo, un
sentido profundo de la libertad “como forma de vida” y una real “necesidad de
conciencia” frente a la realidad natural que nos rodea y que forma parte de
nuestra existencia, más allá de nosotros mismos.

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