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El juzgado

El juzgado 47 se caracterizaba por las montañas de expedientes apilados en columnas desordenadas que amenazaban constantemente con el derrumbe. Atados con hilo sisal, dormían por años a la espera de la decisión del juez, el Dr. Magnaterra.

 

Los
abogados que debían dirimir sus cuestiones en el "47", como se lo
conocía en la jerga abogadil se hacían cruces cuando sus causas caían en
manos del viejo Juez.

Todo el mundo sabía que el magistrado estaba enfermo y
vivía obsesionado por la discapacidad de su único hijo aguardando impasible su
retiro, mientras se acumulaban las
fojas, que el tiempo tornaba amarillentas.

Los
empleados del juzgado hacían apuestas con la fecha del retiro o la muerte del juez, aunque no podían negar un sentimiento piadoso
hacia el viejo, otrora un brillante abogado y docente de la facultad de Derecho,
quebrado desde hacía unos años por la enfermedad de su hijo y la muerte de su
esposa.

El
Dr. Magnaterra cumplía una rutina de horario de trabajo casi religiosa. Llegaba
a su despacho con el alba y lo abandonaba indefectiblemente a las 3 de la tarde,
encaminándose con paso cansino al bar de la esquina de Maipú, donde leía el
diario mientras consumía el consabido té, que el mozo preparaba cinco minutos antes.

Luego recorría las diez cuadras que lo
separaban de su departamento en pleno corazón de San Telmo y permanecía largas
horas con Mariano, su hijo esquizofrénico de 18 años, cuyo único estímulo de
vida era su computadora.

El
detalle original del Juez Magnaterra lo constituía su asombrosa capacidad, a
pesar de sus años y sus achaques, como experto en informática, hasta el punto
que las consultas sobre el armado de programas y redes de todos los juzgados de
la ciudad caían, indefectiblemente en su despacho.

Una
anécdota del ambiente judicial, casi una leyenda, contaba que dos años atrás,
el viejo juez había sido citado por el propio Ministro de Justicia en su
despacho, el Dr. Campos, famoso por sus relaciones con el mundo de los medios y
la farándula, por su elegancia y por su escasa capacidad en su desempeño
profesional.

El
secretario del Ministro, quien fue, en definitiva el que develó los detalles
del ese memorable encuentro, relataba que Campos miró despectivamente a
Magnaterra cuando entró a su despacho, digno de Las Tullerías, vistiendo su
habitual traje gris con brillo en las asentaderas y los codos y zapatones con
suela de goma y color indefinido por falta de lustre.

Sin
disimular su desagrado, el ministro fue directamente al grano, la idea era
desarrollar una red informática judicial , de la cual el viejo juez sería
autor y contralor, alejándolo de su juzgado, matando dos pájaros de un tiro.

Maganterra
escuchó silenciosamente la propuesta y respondió, con un léxico claro y
contundente, inesperado, —Señor Ministro, me siento sumamente halagado por su
propuesta, pero confieso que la fama construida sobre mi capacidad en informática
es exagerada y temo provocar una caos en el sistema, que, como Ud. sabrá, una
vez que la red está funcionando a pleno, cualquier descuido puede llevar a la
eliminación o modificación a cargo de un "hacker" de un expediente,
lo que haría rodar mi cabeza y la suya.

Un
escalofrío recorrió la espina del Ministro, al imaginarse la situación.

Cuenta
el indiscreto secretario que el Dr. Campos despidió presurosamente al juez,
agradeciendo su visita y prometiendo no movilizarlo del juzgado 47.

La
situación en el país iba de mal en peor, quizá uno de los peores momentos
para la Argentina. El presidente electo, superado por la crisis económica, la
fuga de capitales, la corrupción, la desocupación y la delincuencia
crecientes, había resignado su cargo en un triunvirato multipartidario, que
lejos de traer soluciones, estaba llevando al país al borde del abismo.

Magnaterra
vio venir la situación. Hábil lector de entrelíneas de todos los periódicos
y de internet– sostenía que para analizar una noticia había que leerla desde
todas las fuentes, teniendo en cuenta sus tendencias– intuyó la llegada de los extranjeros, tal como había bautizado la próxima
movida política.

La
banca internacional acreedora, Wall Street, el club de los grandes inversores y
el grupo de los ocho, habían forzado la delicada pero inteligente decisión de
importar, en forma sutil y escalonada asesores para todas las áreas del
gobierno, desde países desarrollados, con el mas bajo índice de corrupción,
antípoda indiscutible de la ancestral administración criolla.

Magnaterra
supo esperar. Sabía que, mas temprano que tarde le tocaría el turno a la
Justicia, uno de los nudos gordianos de la corrupción endémica.

Se
enteró primero al leer, junto con Marianito, en su propia PC, que el New York
Times, estudiaba, la propuesta de sus asesores legales, que desde hacía unos
meses trabajaban en el sensible proyecto de blanquear los capitales depositados
en paraísos fiscales del exterior provenientes de ganancias mal habidas, por enriquecimiento ilícito, lavado de dinero del
narcotráfico, evasión fiscal de los holding mas importantes del país y coimas
varias.

Luego
las noticias aparecieron en los periódicos locales y se encendió la mecha del
pánico y la confusión, con corridas bancarias, la bolsa porteña enloquecida y la esperada reunión cumbre de los afectados por
la inesperada medida, que veían el fantasma de la " mane pulite"
llevada a cabo en Italia pocos años antes.

—Ahora
vas a ver el quilombo que se viene, Marianito, le comentó el juez a su hijo,
que miraba con expresión idiota la pantalla de su computadora.

Pasaron
varios meses febriles hasta que las aguas turbulentas encontraron su nuevo
curso.

Luego
de interminables sesiones de ambas cámaras, se llegó a la conclusión que el
proyecto de blanqueo implicaba una verdadera mega-investigación judicial y que
por lo tanto, las innumerables causas, hermanadas por la corrupción y la
avaricia, debían administrarse en un solo juzgado, con la idea de concentrar el
esfuerzo y afinar su control.

La
publicación, del 20 de Junio del 2002 del Boletín Oficial fue: " Las excelentísimas cámaras de Diputados y del Senado de la
Nación Argentina resuelven por unanimidad que las causas judiciales derivadas
de la investigación de capitales ilícitos derivados del manejo fraudulento de
ciudadanos inescrupulosos, serán diligenciadas a partir de la fecha, en el
Juzgado Nacional en lo Penal Económico del Señor Juez Dr. Julio Magnaterra N°
47."

Las
noticias ocuparon la primera plana de todos los medios.

Todos:
los entendidos, los expertos, los
acusadores, los acusados, los asesores y hasta los desprevenidos entendieron la
maniobra.

La
mega -causa había caído en uno de los juzgados de menos prestigio, famoso por
su atraso en el manejo de litigios de mucho menos monta.

Se
iniciaba un juicio histórico que nunca terminaría.

Nuevamente
habían ganado los malos. Sus hábiles abogados y testaferros se habían movido
con semejante audacia y picardía que habían sorteado el control que el mundo pretendía ejercer sobre la República desvencijada.

Esa
noche, los celulares se recalentaron intercambiando bromas y felicitaciones. Se
llenaron los restaurantes de Puerto Madero y Recoleta con oscuros personajes que
festejaban otro milenio de corrupción por venir.

El
día después, descubrió una ciudad adormilada por la fiesta de la noche
anterior, ahora solo restaba que se ajustara un solo tornillo de la torre de
Babel. Una vez salvado los depósitos
sucios del embate de los "intocables" como se los llamaba a los
asesores judiciales extranjeros, había que asegurar un sistema infalible para
los nuevos depósitos bancarios del circulante mal habido, que parecía no tener
fin .

Para
eso se creó una mega -cuenta, ante la amenaza de una mega-causa, como
correspondía cuando se enfrentaban dos rivales de fuste.

Desde
el 20 de junio, las cámaras de televisión de todos los noticieros y un
enjambre de periodistas con grabadores en mano, rodeados por una multitud de
curiosos, trasformó la vecindad del 47 en un caos de tránsito y un martirio
para los empleados del juzgado, que solicitaban su pase a otra jurisdicción en
masa.

Una
semana después, el avispero alborotado de los periodistas y los flashes fuera
de control, anunciaban la presencia de un notable. El Ministro del Interior en
persona, el Profesor Alvarez, la " niña mimada" de la intervención
extranjera, seleccionado por su capacidad y su pasado impoluto, se abría paso
penosamente entre la multitud para una entrevista sorpresa al Dr. Magnaterra.

—-Que
hacés " Magna"—dijo Alvarez, al tiempo que estrechaba al viejo en un cálido y prolongado abrazo.

Alvarez
había sido uno de los discípulos preferidos del juez y jamás había reparado
en su desaliño, sabía observar mas profundamente a sus interlocutores, había
aprendido a leer el alma de la gente. Rara habilidad en un funcionario, que había
motivado su designación como persona de confianza en la nueva administración.

Ambos
amigos compartieron el café aguado del juzgado, recordando viejas épocas, en especial el episodio cuando el todavía brillante abogado
Magnaterra anunció frente a su clase que presidiría las charlas de ética, lo
que motivó una sonrisa maliciosa del estudiante Alvarez. y un comentario a
media voz que el docente no pasó por alto.—¿ Podría comentar al resto de la
clase lo que acaba de decir, Dr. Alvarez?–

Alvarez,
a la sazón joven pelilargo y rebelde, no pudo ocultar su rubor, pero igualmente
respondió con entereza, sin retractarse, lo que había susurrado.

—La
materia Etica es una ofensa para nuestra investidura de abogados, ya que puede
provocar una reacción autoinmune–

El
comentario provocó risas ahogadas entre los asistentes y, lo mas sorprendente,
que el propio Magnaterra también rió de buena gana, con lo que se granjeó la
simpatía del joven rebelde, que esperaba una diatriba ejemplificadora.

–Pienso
igual que Ud. Alvarez, esto es como orar en el desierto. Y ya que hablamos de
autoinmunidad, les aclaro que, precisamente, mi función es vacunarlos contra la
indecencia, enemiga íntima de la Etica. En muchos de ustedes la vacuna no
prenderá, pero aunque solo uno de ustedes se inmunice, me doy por
satisfecho.— Esta vez nadie rió, todos acusaron el golpe bajo.

–Profesor,
necesito hablar largamente con vos pero este no es el entorno ideal, me ponen
nervioso tantas cámaras cerca. Te invito a mi quinta este fin de semana. Tengo
una habitación de huéspedes y una PC preparada para Marianito.

¿
Aceptas?—

—Por supuesto, y gracias por acordarte de mi hijo— respondió el viejo, con
los ojos húmedos.

Hacía
mucho tiempo que los Magnaterra no salían de las cuatro paredes de su pequeño
departamento de San Telmo y de las calles del centro enturbiadas por el humo de
los colectivos.

La
última vez que visitaron otro paisaje, fue el viaje a Mar del Plata cuando su esposa ya estaba enferma y Mariano había
cumplido quince años.

Alvarez,
conocedor de las limitaciones de su maestro, los había pasado a buscar el Sábado
bien temprano en su auto, con su esposa y su pequeña hija Johanna, que no
dejaba de observar a Mariano, sumergido en un tímido mutismo en el asiento
trasero, con sus anteojos de grueso cristal, que dibujaban varios ojos concéntricos
con la ortodoncia y el cabello
desprolijo en la mas perfecta imagen de un idiota.

–¿
Por donde viaja tu mente profesor, que estás tan silencioso?–

—Por
Mar del Plata— respondió el viejo y no volvió a hablar hasta la llegada a
una quinta de Moreno, en medio de una añosa arboleda, a orillas del Río
Reconquista.

Rápidamente,
Johanna hizo buenas migas con Mariano y lo condujo por los vericuetos del
bosquecillo cercano, enseñándole los nombres de las aves del lugar, con ese
cariño y falta de prejuicios hacia
los discapacitados, que solo los niños y pocos adultos son capaces de brindar.

Poco
tiempo después estaban en cerrados en el estudio de su padre, donde un
entusiasta y hablador, absolutamente desconocido Mariano mostraba a Johanna los
secretos de la computación.

Luego
de un asado manejado con manos expertas por Alvarez, la sobremesa en una galería
con vista al río preparó el escenario para la charla entre el viejo juez y su
discípulo.

–Magna,
tenés una brasa ardiendo en tus manos. Sabés que la mega (causa) cayó en tu
juzgado por tu fama de lento.–

Magnaterra
asintió con un gesto.

—También
sabrás que soy el presidente virtual de nuestro país, responsabilidad que me
pesa sobremanera y me quita el sueño. En este momento, las decisiones del
triunvirato pasan por mis manos y las someto al gabinete de asesores.

Yo
contaba con el dinero rescatado de las cuentas fantasmas para tapar los
terribles agujeros en salud, educación, seguridad y ayuda social y–recalcó la
frase–me jugaba la carta mas importante al darle jaque mate a la mafia,
recuperando la confianza de los inversores, que están esperando que nuestro país
se levante de sus ruinas.

Con
la creación de la mega-cuenta y la muerte de la investigación en tu juzgado,
estamos acabados.

dicho
en otras palabras, Profesor, dependemos de vos.–

El
juez lanzó un profundo suspiro y respondió, manteniendo su mirada fija en el río.

—Lindo
discurso, Alvarez. Te merecés la gloriosa misión que te encomendaron. Nadie
mejor.

No
sé cual iba a ser tu propuesta, aunque sospecho que me ibas a meter algún
asesor gringo para ayudarme.

Te
pido que no lo hagas. Tengo un plan.

Si
todavía guardás algo de aquella admiración por el docente en el pedestal, te
ruego no hagas ningún movimiento hasta que recibas una señal.—

Alvarez
estudió largamente la expresión de su maestro. Su promesa bien podría ser el
fruto del delirio de un viejo que quería reivindicar el renombre perdido, para
demostrar que todavía era el gran Magnaterra con un golpe maestro.

Su
razón le decía que era mucho el riesgo a correr, su corazón, que debía
confiar en su querido amigo.

—Suena
muy misterioso, ¿cuando estimás mandarme la señal? ¿ como la voy a
reconocer?. No sé Magna. Tengo miedo.—

La
esposa de Alvarez, que había asistido al inquietante diálogo, lanzó una de
sus habituales miradas a su esposo, profunda
y tierna a la vez. El Ministro leyó sus pensamientos.

—Acepto,
querido Magna. pero no me tengas en ascuas. Enviame tu señal lo antes que
puedas.–

—No
lo dudes—respondió el viejo, con una sonrisa maliciosa.

El
Primer Ministro no podía creer lo que su pequeña hija había aprendido de
Marianito.

Con
la clave de ingreso " Johanna", revisó los archivos que habían
creado y exploró los sitios de Internet que la niña había conocido y cayó en
la cuenta que el genio en informática era el joven Magnaterra.

Copió
uno de los archivos y lo llevó a su despacho al día siguiente, para que lo
revisaran sus expertos quienes estuvieron mas de una hora para concluir que jamás
un discapacitado podría desarrollar esa capacidad.

–No
olviden, aclaró el Ministro, que un esquizofrénico es habitualmente una
persona de buen nivel intelectual y que su problema radica en los brotes, cuando
comienzan con sus conductas extrañas.–

Sus
asesores asintieron sin convencimiento.

Exactamente
diez días después, cuando ya el Ministro Alvarez comenzaba a sentirse inseguro
de haber cedido al pedido de su viejo maestro, la alarma de un nuevo E-mail de
su PC anunció un correo con la
clave "Johanna".

Alvarez
desplegó un extenso correo lleno de cifras incomprensibles, pensando en alguna
travesura demencial de Mariano, pero sus asesores leyeron con estupor,
lentamente, los números de cuenta bancaria de la mega-cuenta, seguidos por
cifras de mas de seis ceros, transferidas por correo electrónico a las cuentas
de la secretaría de salud, de educación, de seguridad y de ayuda social y un
sobrante de seis ceros para un número desconocido.

La pantalla cerraba con un
diminuto cero repetido para todos los depósitos sucios, como una fila ordenada
de pequeños insectos encolumnados.

Cuando
ya todo el mundo en la oficina del ministro había perdido la compostura, una
orden de Alvarez en voz estentórea congeló los movimientos.

—Que
nadie se mueva, permanezcan en su lugar, desconecten los TE y las computadoras,
salvo el mío, debo hacer un llamado.—

Llamó
al despacho del viejo juez.

—¿Amalia?,
habla el Dr. Alvarez. ¿Está Magnaterra?—

No,
fue la respuesta temida por el Ministro.

—¿Cuanto
hace que falta a su despacho?–

—Hoy
es la primera vez que falta a su trabajo desde que lo conozco, Sr. Ministro y
llamé a su domicilio pero no contestan ¿ Le pasó algo al juez?—

–No
Amalia, quédese tranquila pero no avise a nadie, yo me ocupo.–

El
ministro ordenó dos autos y con
sus asesores de sistemas se dirigió, con la máxima velocidad que le permitía
el tránsito del centro hacia San Telmo.

El
timbre del departamento sonó varias veces sin respuesta hasta que el ministro
ordenó al portero del edificio que forzara la cerradura, bajo su
responsabilidad.

—No
hace falta, señor ministro, el Dr. Magnaterra me avisó que Ud. vendría y me
dejó sus llaves–

Un
nudo atenazó la garganta del Ministro.

El
departamento de Magnaterra estaba deshabitado y en orden. La PC estaba
encendida, titilando en un mensaje de un renglón: " ingresar clave".

Siguiendo
su intuición, Alvarez ingresó el nombre de su hija y el mismo programa de números
millonarios de desplegó ante sus ojos incrédulos. La única variante era el
mensaje final:—Mi estimado discípulo predilecto.

El último número en código
de la cuenta de 3 millones es la fecha de nacimiento de Marianito. Me estoy
cobrando una vieja deuda con la vida. Yo también estaba vacunado con Etica,
pero luego de tantos años, los efectos de la inmunidad, disminuyen.

No
me busques, me merezco unas buenas vacaciones luego de solucionar tus cuentas en
rojo ¿ verdad?.

El
secretario del Ministro cerró su celular.

—Es
verdad, Señor, las cuentas son auténticas.–

Uno
de los asesores dijo lo que todos estaban pensando:–Carajo, este Marianito es
el hacker mas astuto del mundo.—

El
Ministro se aflojó su corbata y se desplomó en el sillón de su viejo maestro.
Posó su mirada en una fotografía reciente del juez junto a un muchacho de mirada inteligente, abrazado al viejo con una
sonrisa de absoluta picardía.

Tardó
unos instantes en tomar conciencia de la broma de la foto, se incorporó, la tomó
entre sus manos mientras los asesores no entendían el gesto de su jefe.

El
joven era Marianito, con un aspecto de joven normal, sin anteojos, sin frenos,
lejos de parecer idiota.—¡ Que hijos de puta!–exclamó el presidente
virtual, perdiendo su aplomo y se rió como hacía tiempo que no podía.

 

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