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Estampas del Buenos Aires de mi niñez

Recuerdos de infancia en la Buenos Aires de los años veinte.

Los pavos

Volaban
y caían pesadamente, cloqueaban, hacían un batifondo horrible. Las aves se
apretujaban y se empujaban las unas a las otras, el hombre las acicateaba con
una larga vara mientras decía:


“Ale, ale, lindas señoras y señoritas, aquí tengo los ricos pavitos para
Navidad…”

Y
allí iban las buenas vecinas, tras la nube polvorienta que dejaban a su paso
las pesadas aves.

Por
último lo alcanzaban, y en tanto elegían la más opulenta y buscaban el
dinero, su imaginación estaría muy lejos de allí, seguramente en torno de una
bien servida mesa familiar en la que, con toda la parentela reunida, esperarían
ansiosas el momento de devorar el suculento manjar.

La
calesita

En
los barrios en donde existían baldíos se instalaban las calesitas. Esta
diversión apasionaba a los chicos de todas las edades.

La calesita era como
una gran carpa; en el centro tenía un parante del que se sostenía un toldo
desteñido, con agujeros por los cuales los chicos espiaban el límpido cielo.

Del
parante se sostenía un gran aro circular de madera, de muy buen espesor, donde
se afirmaban caballos, camellos, perros, tigres, cebras, asnos y hasta autos,
aviones, bicicletas, todos pintados de brillantes colores.

Para
hacer girar la calesita iba atado al parante un caballo negro, con manchas
blancas, sumamente manso, que con paso lento daba vueltas y vueltas, con los
ojos tapados para no marearse.

Mientras
la calesita giraba incansablemente, se unía a su marcha la música de un
organito que desgranaba alegres canciones para niños, y también, de tanto en
tanto, pasodobles, jotas y nostálgicas canzonetas italianas.

Los
pequeños iban sentados en los animalitos que más les gustaban, pero como solían
lloriquear, acudían sus padres que, por último, terminaban dando la vuelta con
ellos.

Los
chicos más grandes gustaban ir de pie, sosteniéndose de las columnas porque así
podían sacar la sortija, que se hallaba incrustada en una pera de madera y que
no era más que un gancho de hierro sostenido por sus extremos.

El
hombre que la manejaba casi la revoloteaba en el aire, los niños se estiraban
para ver quién la podía alcanzar; al fin alguien la sacaba y tenía el premio:
volver a dar una vuelta ¡pero gratis!

Tengo
un dulce recuerdo de la calesita, y aún siento en mí la sensación de su
eterno giro.

 Fuente:
Vidas, rescate de la herencia cultural (Club 65, SHA, 1986)