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¿Por qué nos afecta tanto el Mundial de Fútbol?

Ahí estás otra vez, comiéndote las uñas mientras veintidós individuos corren detrás de una pelota. Llegó el mundial; una verdadera montaña rusa emocional

La copa del mundo. La posibilidad de
la gloria deportiva. Heroísmo. Inmortalidad.

Cada cuatro años es la misma
historia. Altas esperanzas que caen con un
penal mal pateado.

Sueños de gloria
que se despedazan con un resultado inesperado. Sólo uno puede ganar el mundial,
y salvo que hayas nacido en Brasil, las derrotas suelen ser más que las
victorias.

Mirar el mundial de fútbol es algo
así como toparte con la antigua novia: no puedes evitar sentirte algo excitado,
pero sabes que vas a quemarte con fuego si vuelves a hacerlo (mientras que la
parte sensata de tu cerebro grita “¡Aléjate!

Por el amor de Dios no caigas otra
vez en el mismo viejo error”).

Un compromiso con el dolor

Y a pesar de todo el dolor del
pasado, siempre vuelves. Lealmente miras cada minuto del partido con la
esperanza de ver inflarse la red del arco rival, con el grito de gol contenido
den la garganta, estrujando entre tus manos nerviosas el almohadón nuevo que tu
novia te regaló para el sillón.

¿Has pensado alguna vez de dónde proviene este
compromiso aparentemente inevitable con el dolor?

A decir verdad no es sorprendente que
tengamos una necesidad básica de afiliación. Necesitamos ser parte de algo,
miembros de un grupo, para deleitarnos en la comodidad emblemática de ser uno
del “equipo”.

Esta necesidad es capturada por la teoría de la distintividad
óptima. Esta teoría sostiene que nos sentimos obligados a unirnos a grupos
incluso cuando (en realidad, porque) provocan reacciones tan fuertes en
nosotros. Los grupos nos permiten distinguirnos significativamente unos de
otros.

Estar incluidos nos ayuda a definir quiénes somos; nos ayuda a dar un
significado y una estructura a nuestra vida. Son algo de qué hablar.

Inclusión


Los equipos de fútbol son excelentes
para satisfacer esta necesidad básica de inclusión, y las emociones crudas
parecen ser parte de esta fuerza propulsora.

Algunos años atrás hice un estudio
observando las reacciones emocionales de los fans hacia las victorias o derrotas
de sus equipos.

Se le preguntó a cada simpatizante cuán identificado estaba con
su club y hasta qué punto llegaban sus emociones dependiendo de las victorias o
las derrotas.

Cuando sus equipos ganaban, todos estaban contentos, pero cuando
perdían, mientras más identificado estuviera el fan con su equipo (éste era una
parte fundamental de su identidad) mayor era la furia.

Este estudio demostró cómo los
equipos deportivos pueden evocar fuertes reacciones emocionales en nosotros,
especialmente cuando (y tal vez porque) son centrales en cuanto a cómo nos
definimos.

Vivimos para ser incluidos, para flamear la bandera de nuestros
colores en algún mástil, y las emociones pueden ser el pegamento emocional que
nos amarre a ese mástil.

Y tal vez no importe si las emociones son penas o
alegrías.

Simplemente sentir una fuerte emoción (cualquiera sea esa emoción)
puede dotarnos de vitalidad y animar nuestro sentimiento de pertenencia.

Por lo
general, son los malos tragos los que dan significado a los buenos.

Así que, de momento es imposible
saber si tu equipo llegará o no a la final. Espero que lo haga, pero incluso si
esto no ocurriera seguro que vas a seguir con tu bandera en alto.

Después de
todo, no tendría mucho sentido que alentaras a otro equipo. Incluso, en algún
recóndito lugar de tu
corazón, esperas sentir esa deliciosa decepción que sólo
puede ser producto de una lamentable derrota, porque sabes que en alguna
ocasión, tal vez en la próxima, te encuentres saltando de alegría.


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