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Orientándose en el laberinto de los nombres

Los apellidos pueden tener numerosas variaciones. Si no estamos atentos, podemos terminar en un callejón sin salida.

 

 

Usted
ya puso su casa y la de sus parientes cabeza para abajo, ya revolvió todos los
armarios y baúles viejos y ya entrevistó a todos sus familiares.

A
esta altura, debería al menos tener lo básico para comenzar la exploración de
archivos: el nombre y apellido de sus antepasados inmediatos, y su lugar de
origen. Sin embargo, es posible que pronto se de cuenta que ni siquiera eso es
tan seguro como cree.

Aquellos
cuyas familias residen desde hace siglos en su país o descienden de inmigrantes
que hablaban la misma lengua que la oficial del país de recepción (como los
españoles en América Latina), probablemente no tengan mayores problemas.

Para
todo el resto, imaginen esta escena: Un inmigrante entre miles llega a un país
desconocido, cuya lengua no conoce, y es recibido por un atareado funcionario de
inmigración que a su vez no conoce el idioma del recién llegado y tiene poder
discrecional para confeccionar los documentos como mejor le parezca.

Resultado:
muchos inmigrantes terminaron con un apellido que se escribe de manera diferente
al que tenían cuando salieron de su lugar de origen.

En
muchos casos, el funcionario no revisaba los documentos del inmigrante sino que
le preguntaba su nombre y anotaba la respuesta como la había entendido, con las
consiguientes variaciones cuando igual fonema se escribe de manera diferente en
los dos idiomas.

Por ejemplo, en muchos idiomas europeos “ge” se pronuncia
“gue” y por lo tanto el apellido que contenía “ge” pasa a escribirse
“gue”.

Otras
veces, copiaba mal o no entendía lo que le decían. En ocasiones más raras,
decidía cortar por lo sano y “asimilar” el apellido de motu propio.

El caso
más extremo que conocemos (y es real) es el de un inmigrante polaco de apellido
Blancovsky. Al llegar a la Argentina, el funcionario de migraciones dijo “¡qué
covsky ni covsky!, ¡Blanco!”. Y el polaco Blancovsky quedo transformado en el
muy castizo Blanco.

Si
uno trata de remontarse muy atrás en el tiempo, tampoco debe olvidar que la
inmigración a América no fue la primera de la historia. Muchas familias
tuvieron a lo largo de la historia una extensión geográfica muy grande, con
las consiguientes variaciones en la escritura del apellido.

Una
atención especial merecen los apellidos con un significado particular en el
idioma de origen, que al emigrar fueron traducidos literalmente. Como ejemplo se
puede citar el de un Wolf que, al inmigrar a Cuba, pasó a ser el señor Lobo.

 Un
caso aún más complicado es el de los apellidos originados en un alfabeto
diferente al que está en uso en el país de recepción. Las variaciones en
estos casos pueden ser numerosas, por lo que hay que tratar de averiguar la
escritura y pronunciación original del apellido y considerar como eventualmente
emparentados a todas las versiones en nuestro idioma.

El
caso más habitual es el de los apellidos judíos, pero también deben
considerarse los apellidos de origen eslavo (si se escribían en alfabeto cirílico),
árabe, japonés y chino.