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Los ángeles de la nostalgia

Tal vez, efectivamente como dice el refrán, todo tiempo pasado haya sido mejor. Mi viejo decía lo contrario…

Enséñele a su hijo a tomar decisiones financieras

No
estaba contento con su
tiempo pasado. Yo reivindico el mío y por eso mismo,
estoy convencido de la necesidad de acordarse.

Es
verdadera la advertencia de Borges: "El olvido nos salva de la
locura", pero en dosis exageradas nos envía a la arrogante si­tuación de
los ignorantes. Prefiero acordarme porque los recuerdos son los fogoneros de la
imaginación.

 Ahora
me estoy acordando de otros tiempos y para eso me acuerdo de otras gentes,
circunstancias, maneras de ser. Algunas se las comió la civiliza­ción, el
olvido, el progreso, la moda, vaya a saber.

 ¿Se
acuerdan los jóvenes que ahora te­nemos entre cuarenta y sesenta, de los sabañones?
¿Adónde se fueron los sa­bañones? Yo no veo gente con sabaño­nes. Esas
manos hinchadas y rojas, esos lóbulos de orejas rojizos y dispuestos a ser
golpeados por el del banco de atrás, con el dedo mayor saliendo como tiro desde
el borde del pulgar. ¿Qué eran los sabañones?

Una
enfermedad no eran, porque uno al médico no iba. Se le echaba la culpa al frío
porque venían en invierno, pero frío sigue haciendo y sabañones no hay.

Y
así como los sabañones, se fueron cayendo en el hueco borroneado del pasado
las garitas de los vigilantes, los vigilantes gordos y canosos; el tranvía, la
yapa, las braguetas con botones, las ventosas, las cataplasmas, las purgas
preventivas y odiosas, las píldoras Ross, la emulsión de Scott, el frasquito
de alcohol, la toallita limpísima y una cuchara del juego apoyada en una
servilleta de lino para cuando venía el doctor.

Se
atendía exageradamente bien al doctor. Los doctores tenían au­to y el pelo
corto.

 En
una época el aire y el sol no eran tan buenos como ahora. Daban dolor de
cabeza. Era como tomar cerveza o vino.

"Venga del aire o del sol, del vi­no
o de la cerveza, cualquier dolor de cabeza, se quita con un
geniol
”, y uno se imaginaba al pelado contentísimo con los
clavos y los tornillos incrustados en la cabezota, como si nada. Aho­ra los
dolores de cabeza son por la ten­sión o el estrés, castigos más efectivos y
dolorosos que los clavos y los torni­llos. Ahora el pelado se deprime. Y dale
un geniol.

 Algunos
son recuerdos de barrio. Pero entonces, en mi pasado, aun quienes vivían en el
centro conocían los ba­rrios porque todos tenían o un parien­te o un amigo
por ahí.

¿Se
acuerdan del estupor producido por la aparición, cada tanto, de aquel caballo
flaco y cansino, arrastrando a una visión fantástica por lo grande,
desproporcionada y heterogénea?

Era el mimbrero
llamado también sillero o escobero. El tipo debía estar orgulloso con el
revuelo causado en las distintas calles, entre el piberío y las señoras, las
cuales salían con el delantal en la mano, a fisgonear los productos promovidos
por el asombroso cúmulo de cosas.

 Y hay otros desaparecidos, como el carbonero y
papero, siempre sucio y comprensiblemente de mal humor; los peluqueros
parlanchines, tanos bigotudos o gallegos compadritos, que proveían del Patoruzú
a todo el barrio.

Y en un tiempo la revista Caricaturas, con chistes picarones,
alimentadores de nuestros incipientes ratones, también provistos de eróticos
sueños por alguna foto de Radiolandia mostrando a María Duval en viso, como se
decía entonces. Alguna vez aparecía algún zafado con fotos pornográficas.

 El desfile por la peluquería duraba semanas.

Las peluquerías de ahora son limpitas, prolijitas,
tirando a sanatorio. Hay peluqueras para hombres y peluqueros para mujeres. En
fin.

Y el organito
no era esa pieza de museo de la plaza Dorrego. Pasaba tocando y la cotorra
adivinaba la suerte en serio. Y el afilador, hacía sonar un rarísimo silbato y
ponía en funcionamiento, ahí nomás en la vereda, una tecnología superior del
pedal, para dejar cuchillos y tijeras que Dios te libre.

 Las señoras usaban fajas. Comían hidratos de
carbono y usaban fajas. Cormillot era chiquito.

Había colmaos y cabarets donde se cenaba y la música salía
de los bandoneones de Troilo, Fresedo, y otros tangueros. Había milongueras.
Bailarinas de tango. Había milongueros. En mi barrio había uno siempre vestido
de azul y peinado con gomina. Nunca se sacaba las manos de los bolsillos. Era
alto y serio.

 Los
futboleros se acordarán de "Chuengaaaá"
y los muñecos cabezones de Sugus y el Alumni con las dos claves. Una para la
tercera y otra diferente para la primera. No había radio a transistores y uno
se enteraba que a River le habían cobrado un penal porque en el casillero de al
lado de la Q ponían una chapa amarilla, por ejemplo.

Y no están las bolitas.
Ya no se juega a las bolitas y entonces uno se pregunta con qué se pudo
remplazar la efectividad de la cachuza, la belleza de la lecherita o la lentitud
y torpeza del bolón.

 El cartero
era siempre el mismo señor. Yo iba a la escuela con la hija del cartero. No con
la hija de "un" cartero. Y el panadero venía con la canasta sembrando
olor a pan fresco, y el lechero
con la medida y el tarro grande, entraba derecho viejo a veces hasta la cocina,
donde la dueña de casa ya tenía preparada la lechera enlozada color azul.

El
tipo no robaba ni una gota. ¿Se acuerdan que el candidato para la maledicencia
popular en cuanto a la moral de las señoras, era el lechero? Era porque el tipo
entraba no más, sin esperar que le abrieran. Era eso y nada más.

 Y había
otros personajes. Ese hombre no muy joven arrastrando un enorme paquete envuelto
con papel madera y atado con soguitas, el cual era abierto y cerrado veinte mil
veces, mientras vendía frazadas, telas, ropa interior, cinturones, hasta
perfumes.

El tipo llevaba una libreta o unos cartoncitos, primitivas fichas de
contabilidad. Vendía a pagar por mes, y fuera de la nacionalidad que fuera,
siempre era El Turco.

 Seguramente
me faltan cosas. El zaguán y sus implicancias, la partera, el yelero que traía
hielo en barras, el corso, los pic-nics. ¿Se acuerdan del carrito de la
Panificación?

Era colorado o anaranjado y el conductor hacía sonar una
cornetita. Las puertas se abrían por atrás. Era chiquito y su forma era una
publicidad en sí misma, como los taxis londinenses. Nombré al tranvía pero
quiero agregar el sonido a tranvía, recuerden… Y el olor a tranvía,
recuerden… Y el motorman agarrado firme a las manijas.

Y las calles
empedradas donde entre adoquín y adoquín se juntaban tierritas y diversas
humedades de las cuales surgían milagrosos pastitos, donde comían alegres y
saltarines ángeles transformados en pajaritos que un día salieron volando, de
a poco, y mucho después y casi sin darnos cuenta ya no estuvieron más. Y ahora
vuelven. Son los ángeles de la nostalgia.

 Fuente: Generación
50/60