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La noche de Halloween

Un cuento al pie de los Andes para adultos no pacatos

CARTA AL LECTOR: 

                             Lo
que sigue es mi tercer relato de estas características para
“EN PLENITUD.COM”.                                                                           

Por lo tanto, sería de mi agrado que quienes haya leído mis otras
disquisiciones me hagan conocer sus opiniones al respecto. Intuyo que sobre “LA
NOCHE DE HALLOWEEN” algo tendrán para decir. O mucho me equivoco o alguien
sospechará que podría  (o debería) tener
una Parte II.  Por muchas razones que no
vienen al caso comentar, debo afirmar que nunca verá la luz. Por lo tanto, su
posible continuidad quedará librada a la fértil imaginación de los lectores.
 

                                      El
trabajo que pongo hoy a consideración de ustedes fue escrito como un recuerdo a
una noche de brujas que pasé en los Estados Unidos, hace muchos años, y en la
que no sucedió nada fuera de lo normal. Vale aclararlo, por si las
moscas…  Como en los otros dos
relatos, su argumento mantiene un natural y sutil suspenso hasta el parágrafo
final. En este relato, como en los otros, no pretendo hablar de sexo por el
sexo mismo, sino que procuro sublimar lo que lleva a un encuentro entre dos
seres humanos: el amor.  

                                        Gracias por la tolerancia y
les hago llegar todo mi afecto.
 

                                       ¡Feliz
Halloween!

                                                                 
J.I.G.

*    *   
* 

                                    Martín Quiroz se había despertado aquella mañana con la resaca
propia de una noche de mucho alcohol y con un irreprimible estado de excitación
motivado por las emociones que le provocó un apasionado encuentro sexual, pleno
de misterio y voluptuosidad, aderezado además por una alta dosis de
romanticismo, que culminó con la profunda y terrible convicción haberse
enamorado definitivamente de una hechicera. 

                                Un fuerte
dolor de cabeza era el resultado no solo de los excesos etílicos en que
incurrió después de que la misteriosa joven 
desapareció de su vista, sin darse a conocer, sino también  porque quedó grabado a fuego, en su corazón
y en su mente, el maravilloso e inolvidable contacto humano de ardiente  sensualidad que protagonizó con aquella
ignota y dulce criatura. Aún tremolaba su cuerpo por la emotividad que le
produjeron los impensados momentos vividos. ¿Habría sido todo producto de un
sueño o el exceso de alcohol?  

                                 Era cerca del mediodía de un
domingo futbolístico – jugaban River y Boca -, pero había decidido que no
estaba en condiciones física y anímicas como para viajar hasta Núñez.  El estado en que se encontraba era realmente
deplorable, especialmente porque no se había afeitado y su rostro evidenciaba
unas profundas ojeras. A los 27 años recién cumplidos, Martín no recordaba
haber transcurrido una velada como aquella. Aún estaba impresionado, trémulo y
absorto por su fugaz aventura en aquella fiesta de Halloween, celebrada en una
vieja casona de San Isidro  propiedad de
los Agüero Quesada, una familia que estuvo radicada muchos años en los Estados
Unidos y fuertemente arraigada a los círculos más encumbrados de la alta
sociedad argentina. Entre los Agüero Quesada y los Quiroz existía una muy
antigua y estrecha amistad.
 

                                  Mientras se duchaba procurando que se
fueran por el sumidero los estragos que le había provocado el abuso de la
bebida, y para mitigar el celo que aún parecía dominarlo, en la mente de Martín
resonaban como una cruel letanía los ecos de aquel viejo tango cuya letra – no
la recordaba totalmente – parafraseaba de acuerdo a su vivencia pasada:
“Decime
quien sos vos, te quiero conocer, alegre mascarita que me miras al pasar…
Decime quien sos vos, decime adonde vas… Sacate el antifaz te quiero conocer,
detrás de tu desvío todo el año es carnaval”. (1)
 

                                 No podía quitarse de la cabeza esa cantilena que se repetía
y repetía hasta la alienación. Las tórridas y extraordinarias  secuencias de su inolvidable aventura  con aquella enigmática mujer lo tenían en un
estado de acaloramiento imposible de aplacar y mucho menos de poder explicar
con claridad. Y la letra del viejo tango de García  Jiménez y Anselmo Aieta, “Siga el Corso”, se ajustaban
bastante a la negativa de Colombina por dar a conocer su identidad. Existía la
posibilidad, horrenda para él, de que nunca volviera a saber de ella, lo que
incrementaba su profunda desazón. Lo angustiaba el hecho de que jamás podría
revivir los escasos y  maravillosos
momentos pasados con la extraña joven, 
que hubiera querido que se prolongaran hasta el fin de los tiempos. 

                                 Su mente y su
espíritu habían sufrido una irreversible mutación. Solo la anónima mujer podría
volverlo  a la normalidad en que hasta esa
tempestuosa noche había transcurrido su existencia, ahora alterada, quizás para
siempre. 

                                 Se vistió y bajó dispuesto a desayunar,
a pesar de que la  hora era más que
apropiada para salir a almorzar. Vivía solo en aquella casa familiar, de la que
no quiso desprenderse después de la muerte accidental de sus padres. Su hermana
Lucía,  tres años más joven, había
optado por mudarse a lo de una tía materna – Juana, “Sor” le
decía él de manera irreverente por tratarse de una recalcitrante solterona de
65 años, con escasa salud y mucho dinero – 
ya que además de hacerse mutua compañía, realmente necesaria para ambas,
no se iba a sentir tan sola sin sus padres, a los que siempre estuvo muy apegada.
 

                              
  
Martín se dirigió hacia un  restaurante de la zona donde habitualmente
comía y se sentó a la mesa donde estaba almorzando Esteban Díaz, un apuesto
muchacho cordobés – vivía solo en Buenos Aires -, de su misma edad, y con quien
cursaba el cuarto año de arquitectura. “Te veo muy desmejorado, Martín”, le
comentó Esteban. “Ojos enrojecidos, brutas ojeras, y para colmo sin rasurarte. Parece
que fue una noche brava,
¿verdad?”.
 

                                  “Y qué lo
digas
– respondió el
muchacho a media voz – Apocalíptica. Lamentablemente temo, con no
escasa amargura, que será irrepetible en lo poco o mucho que me pueda quedar de
vida”.
 

                                  “Temo que te
estás poniéndote melodramático, chico. No creo que cualquier cosa que te pueda
haber causado alguna frustración en un simple ‘party’, haya trastornado tu
forma de ser y de pensar. Siempre has sido alegre, extrovertido, lleno de vida
y con fe en el porvenir

dijo el amigo – Me siento realmente conmovido por lo que
percibo. Aunque más que conmovido, intrigado no sólo por cómo te veo, sino por
lo que me decís y la manera en que me lo decís”.
 

                                 “Me siento
anímicamente  muy mal, Esteban, muy mal.
Fue una fiesta especial para mí; realmente 
insólita, extraña, secreta. Si hubieras ido, ¡quien te dice que no
habrías vivido algo parecido a lo que me sucedió! Aunque tengo mis dudas. Algo
me dice, muy íntimamente, que  fui
especialmente elegido por alguien mediante algún proceso de hechicería. No le
encuentro una explicación racional a todo lo que paso y como se fueron
desarrollando los hechos”.  

                                  “Bueno, parece que me he perdido
ser participe de un episodio de la serie ‘Dimensión Desconocida’… No te
ofendas, querido Martín, es un chiste sólo para aliviar un poco la tensión en
que te encuentras. En cuanto a mí, te diré que fue imposible postergar
nuevamente mi visita a lo de los  Funes.
Me esperaban desde hace mucho tiempo y no podía volver a fallarles. De todas
maneras, esa no será la última fiesta de disfraz; ya vendrán otras y espero que
no sean tan traumáticas como la que te tocó vivir”.
 

                                  “Seguro que
sí, querido amigo. Pero en lo personal, jamás habrá otra similar
– dijo Martín, visiblemente contrito  y con los ojos brillantes – ¡Jamás..!”.
 

                                  “Por Dios,
Martín. ¿Qué te ha pasado? Me sorprendés. ¿Fue realmente importante lo que te
sucedió? 

                                 “Más que
importante, Esteban. Debo calificarlo como supremo, inmortal. Fue algo así como
haber alcanzado el paraíso para después encontrarme nuevamente en el llano.
Conocí… bueno, es un decir, porque como la fiesta era de disfraces ella  lucía un traje de Colombina y se ocultaba
dentro de una máscara de látex que, cuando le rogué que se la quitara para
poder conocerla, no lo quiso hacer. Y después desapareció. Posiblemente para
siempre, ya que no sé quién era ni tengo la más mínima posibilidad de descubrir
su identidad, a pesar de una promesa que me hizo. Por lo menos, a quienes le
pregunté por ella no supieron darme ninguna información… Dios, es terrible.
Fue como si hubiera compartido parte de la noche con un fantasma, el más
maravilloso espectro que te puedas imaginar y que me llevó de la mano, sin
ambages, por un camino que hasta ahora jamás había  recorrido de esa manera. Voy a terminar creyendo que así fue, que
estuve con un espectro. En verdad me siento muy mal y me va a costar mucho
poder recuperarme, si logro hacerlo alguna vez. Mira mis manos
– y las extendió con las palmas hacia
abajo –  Este temblor es por la
angustia de haberla perdido y saber que posiblemente jamás la vuelva a tener
entre mis brazos”.
 

                                 Esteban no dejó de consternarse
por el estado físico y anímico de su amigo y compañero de estudios. Lo vio
sumamente desmejorado, como ido por momentos. No era demasiado específico,
aunque se podía detectar que había conocido a una mujer, que había pasado con
ella momentos de dicha infinita y que, al desaparecer sin darse a conocer, lo
había hundido en una cruel desesperación que muy fácilmente lo podría llevar
hasta una depresión.
 

                                             No
sé si te hará bien que me cuentes lo que te sucedió  en esa reunión o si preferís mantenerlo en silencio, pero me
gustaría compartir no sólo tus placeres frustrados, sino también tus dudas y
aprensiones. Creo que sería interesante que me pusieras al tanto de todo para
considerar la posibilidad de encontrar alguna manera de darte una mano, aunque
no creo que pueda hacer mucho más que eso, o sea escucharte y tratar de
apoyarte espiritualmente”.
 

                                  “Te
agradezco tu preocupación, Esteban. No sé si me hará bien referirte con lujo de
detalles sobre lo que sucedió anoche, o si por el contrario  recrudecerá mi angustia. Pero siempre es
bueno, como dice el tango, tener un pecho fraterno donde morir abrazado”,
dijo Martín, de manera un tanto melodramática.
 

                                  Dejó pasar
algunos minutos, como buscando las palabras  
apropiadas para describir sin omitir detalles de la Fiesta de
Halloween.  Así fue que comenzó a
relatar su visita a la casona de San Isidro, una espectacular residencia de dos
enormes plantas, construida a comienzos del Siglo XX, con diversos ambientes en
el  subsuelo, una cochera subterránea y
una enorme bodega. La hermosa propiedad, que fue íntegramente restaurada en
1991, estaba en el centro de añoso parque, soleado durante el día y tenuemente
iluminado por las noches. Una pileta de natación en forma de riñón de grandes
proporciones, un quincho al que no le faltaba nada para hacerlo confortable y
una glorieta de la que se desprendía cierto romanticismo completaban las
instalaciones externas.  Una hermosa
propiedad que Martín conocía muy bien, por haber disfrutado muchas veces de sus
instalaciones gracias a las invitaciones que le hicieran las hijas de los
dueños de casa.  

                                 Como lo
hacían anualmente, los Agüero Quesada tenían por costumbre celebrar, al igual
que en los Estados Unidos, la Festividad de Todos los Santos, o sea la Fiesta
de Halloween, o como también se la conoce “La Noche de Brujas”. En tal sentido,
a los concurrentes se les imponía la obligatoriedad de asistir con algún tipo
de disfraz cuya elección quedaba a criterio de quien lo usara. Rara vez
coincidían dos igual. Y para que todo estuviera acorde con la circunstancia, el
hermoso parque era transformado con una escenografía afín a con la fecha.
Analizando la escenografía del parque ya caída la noche – máscara de distintos
tamaños y colorido, iluminada interiormente con velones que las hacían
realmente fantasmagóricas – el lugar se adaptaba para un real un encuentro con
algunos espíritus traviesos escapados del limbo para chacotear entre los
mortales.   

                                   Martín no
fue muy original en la elección de su ropaje, ya que se vistió como Batman. Al
entrar en la mansión y comenzar su recorrido de adaptación al ambiente festivo,
le resultó no sólo difícil, sino imposible, distinguir quienes eran cada uno de
los asistentes, situación esta que hizo mucho más original y enigmática la
reunión. Alternó con una buena cantidad de jóvenes, jovencitas y personas
mayores que enfundados en ropajes del siglo XV,  damas antiguas del 1800, o de los años 20. No faltó Súperman,
Calígula, Romeo, Julieta, Cleopatra, el Príncipe Valiente,  Esqueletos fosforescentes, Centuriones romanos
y Príncipes egipcios, entre muchas otras tantas variedades de mascaritas.  Tampoco dejó de asistir un grupo de “brujas”
ataviadas como para asistir a un aquelarre 
cercano. 

                                  Una
Colombina, llamó poderosamente su atención. Estaba sola en un rincón del enorme
salón, con un bolsito en la mano izquierda y una copa de champaña en la
derecha. Bebía con sobriedad, mojando apenas sus labios.  Martín no pudo establecer quién de los dos
realizó el primer movimiento de aquel juego que llevó a que sus miradas se
cruzaran, se entrelazaran y ya no pudieran desatarse.  

                                  Había un no
sé qué en la mujer que lo impactó: que lo atrajo como el imán al hierro, pero
no logró determinar qué pudo haber sido lo que lo había embelesado. Desde que
notó su presencia no pudo apartar la vista de su persona. Con cierta aprensión,
y con la presunta seguridad de que no podía haber concurrido sin compañía,  Martín comenzó a buscar entre los presente a
la contraparte de Colombina: el eternamente rechazado Pierrot. No logró
descubrir a nadie vestido como el personaje tragicómico de la comedia italiana
lo que le permitió una cierta tranquilidad. Eso lo ayudo a deducir que aquella
mujer había asistido sola al ágape. 

                                    La estuvo
mirando fijamente durante algunos minutos y nadie se le acercó por más de
algunos segundos. Notó que se trataba de una joven con un cuerpo delicadamente
moldeado, de más o menos de su misma estatura, aunque imposible de determinar
nada más por efectos del disfraz. Continuó mirándola como embrujado. Por fin
cuando adoptó la decisión de abordarla. Se sentía tan nervioso como un
adolescente en sus primeros escarceos amorosos. Notó que de ella partió la
iniciativa para presentarse ante él y así por fin  conocerse. Bueno, por lo que después veremos, sólo para
establecer un primer contacto formal. 

                                 Colombina
lucía su sencillo atuendo de manera impecable. Ocultaba su rostro con una
máscara de látex, ajustada a la tez, con aberturas para la boca – podía notar
sus labios y una perlada dentadura – y los ojos de un irreconocible matiz. La
máscara tenía adherida una peluca de color castaño. Pese a todo, Martín la
presentía realmente bella y dulce. Colombina le sonrió levemente y lo tomó de
la mano, sin decir una sola palabra. El se dejó llevar mansamente hasta una
mesa donde la joven tomó dos copas de champaña recién servidas. Le entregó una
a él y con un gracioso ademán lo invitó a brindar con ella. 

                                 “¿Por
qué lo haremos?”
– preguntó Martín con cierto nerviosismo. Con una voz
apenas audible por alguna pertinaz disfonía, la joven le respondió casi
enigmáticamente: “Por esta noche tan, pero tan especial, lo haremos   por nosotros, y por todo lo que pueda
suceder de ahora en más. ¿Tiene usted confianza en el futuro, Martín?”.
El
joven se mostró vivamente sorprendido y sumamente intrigado, lo que lo llevó a
preguntar:
“¿Pero cómo, conoce mi nombre? Sabe quién soy, por lo que me encuentro
en inferioridad de condiciones.”
 

                                  “No se
preocupe ni se sienta menoscabo en hablar con una desconocida que lo sabe
todo… o casi todo de usted. Este no es el lugar ni el momento para que debas
– ¿me permitís el tuteo? – saber quién soy y por que trato de ingresar en tu
vida de una manera tan poco gentil o misteriosa si se quiere. Pero necesito
hacerlo así porque no existe otra manera que realmente me satisfaga. Por lo
tanto, brindemos para que perdure para siempre, en tanto y en cuando estén
dadas  las circunstancias para que así
sea. He hablado demasiado y mi garganta se ha vuelto a resentir. Solo nos resta
brindar”.
 

                                 Se
entrechocaron las copas y bebieron hasta no dejar una sola gota. Martín le
preguntó si conocía la casa, a lo que ella respondió afirmativamente. “Entonces
llevame a algún lugar tranquilo
– le pidió el joven –
me
aturde el bullicio y quisiera relajarme. Algún sitio propicio para dialogar y
tratar de conocernos más profundamente”.
 

                                 Ella lo tomó de la
mano y dirigió sus pasos hacia una puerta que permitía acceder a la parte baja
de la casa. “Vamos al subsuelo – informó ella con un hilo de voz -,  un sitio alejado del alboroto y poco
frecuentado,
y mucho menos en ocasiones como esta”. Martín
asintió con un monosílabo y se dejó conducir. Su corazón había comenzado a
latir con inusitada vehemencia. “Son los nervios”, se dijo.  

                                  Llegaron
hasta una puerta que Colombina abrió y lo invitó a pasar. El interruptor de la
luz permitió iluminar el ambiente de manera muy tenue. Era un cuarto de
reducidas dimensiones donde se guardaban cosas en desuso, las que apenas se
distinguían por la poca claridad. Cuando la joven cerró la puerta y corrió el
cerrojo, Martín percibió un leve estremecimiento en su mano, al tiempo que
sentía un extraño cosquilleo en la boca del estómago. Estaba verdaderamente
nervioso y corroído por la incertidumbre. Con cierta vacilación le informó a
Colombina que iba a regresar al salón principal a buscar una botella de licor y
un par de copas.  

                                 Martín estuvo
ausente solo unos minutos. A su regreso, la joven le esperaba sentada sobre una
colchoneta. Volvió a atrancar la puerta y 
se arrodilló junto a la chica, sentándose sobre sus talones. Se quitó la
máscara y preguntó: “¿No vas a hacer lo mismo?”. Ella con toda
amabilidad le respondió que no, que prefería guardar el anonimato, todo lo cual
le estaba otorgando a aquel encuentro un alto grado de misterio y un halo
inefable de romanticismo.  

  
                              Después de escanciar varias copas de
licor y de hablar sobre cosas intrascendentes, la muchacha le tomó las manos a
Martín, las acercó a sus labios y las besó con infinita dulzura. Entonces el
joven, sin decir palabra y con un estado de excitación como nunca antes había
sentido, la tomó por los hombros, la atrajo hacia sí y la besó en la boca
con  inusitado fervor.  El beso fue respondido de la misma manera.
Se besaron con toda vehemencia, casi con desesperación, como si de aquel acto
dependiera la vida o la muerte. Ninguno deseaba detener la acción, por lo que
el beso continuó su explosiva existencia.
 

                                 Colombina, le
dijo muy quedo al oído: “¿Qué esperás para quitarte
la ropa? Quiero… necesito verte tal cual eres, aunque más no sea en esta

penumbra”.
Y él le respondió: “A pesar de la negativa anterior, antes que nada me
gustaría mucho ver tu cara, saber quién eres. Me cuesta mucho aceptar tu deseo
de anonimato”.
 El silencio de la joven fue una
respuesta sin ambages.
 

                                 En contados
segundos ambos estaban como resurgidos Adán y Eva, temblando levemente,
poniendo en evidencia ante sus mirada dos cuerpos realmente esculturales, como
mármoles esculpidos por el cincel de Miguel Ángel. Se tocaron los rostros con
las yemas de los dedos, como si trataran de no dañar y mancillar la tez que los
recubría. Colombina acarició aquel esbelto cuerpo como si se tratara de  un recién nacido, percibiendo con las yemas
de sus dedos el calor que desprendía de aquella perfecta estructura humana.
 

                                  Se tomaron
con fuerza de las manos, dieron un paso atrás para mirarse y admirarse y
volvieron a besarse con una arrolladora pasión, como si lo hubieran estado haciendo
a lo largo de toda la vida. La libido de los jóvenes estaba jugando el
correspondiente papel erótico, haciendo que ambos cuerpos, al contactarse  con suavidad,  vibraran con inusitada violencia. La pasión los desbordaba y los
devoraba. Martín se sentía como nunca lo había estado antes, a pesar de que por
su vida pasaron muchas mujeres realmente bellas y desinhibidas  que le brindaron todo tipo de placeres.
                    

                                  No hablaban,
solo emitían gemidos. En aquella placentera e inexpresable confrontación
amorosa había poco o  nada que decir. O
sí había mucho, pero no era la ocasión de hacerlo.
                               

                                  Y llegado el
momento, se produjo la espectacular la implosión dentro de Colombina, que se
tradujo en dos severos e incontenibles alaridos. El cuerpo de Martín cayó sobre
el de la joven, quien lo aferró con firmeza, como queriéndolo contener en sí,
para sí, eternamente. El joven sintió la fuerza que hacía su eventual amante y
presintió su anhelo de no librarlo del abrazo.
 

                                Pasaron
unos minutos y
 Martín,
ante un pedido de Colombina, se echó a un lado. La joven se irguió y comenzó a
vestirse. Poco después ambos estaban listos para volver al salón. Se besaron y
ella le arrancó la insignia de Batman que había en la pechera del traje. 

                                  “Me
lo llevo como recuerdo, mi querido. Cuando lo estime  oportuno y propicio te lo devolveré”. 
 

                                   Aún no me vas a decir quién sos, cuándo
podré  verte otra
vez,
todas las veces… Siempre…”
– dijo con voz plañidera el muchacho – Por
favor, mi vida, no me dejés así”.
Y la joven le respondió: “Ya
te lo dije, mi amor, cuando lo crea oportuno te diré quién soy. Por ahora es
imposible, pero más adelante, quizás, podamos vivir juntos, para siempre. Ten
confianza y aguarda un tiempo. Sin embargo, si no llegás a saber jamás nada de
– enfatizó –, quiero que sepas que ha sido  porque no supe cómo desprenderme de mi
actual presente, que quiero cambiar a ultranza. Te encarezco que siempre me
llevés en tu memoria y en tu corazón como tu Colombina de una noche de plena
felicidad”.
 

                                  La joven abrió un bolsito y sacó
un pañuelo de color blanco que le entregó al muchacho. “Es para que lo conservés hasta
que volvamos a
vernos, o como recuerdo si no me resulta
posible regresar a tus brazos”.
Luego lo besó en la mejilla, abrió la
puerta y salió rápidamente. Obviamente debía conocer bien la casa porque
desapareció en cuanto Martín trató de seguirla. Hizo todo cuanto pudo por
localizarla en el salón principal, pero su búsqueda fue infructuosa. Con
tristeza comenzó a beber más de la cuenta, con la mente puesta en aquella
extraña, dulce y maravillosa criatura que le había brindado el momento más
feliz de su vida; la  más grande,
maravillosa y seguramente indeleble satisfacción sexual de su existencia.
 

                                   ¿Quién
sería aquella diosa que le había embelesado el alma en tan corto lapso? ¿De qué
manera podría conocer su identidad? ¿Por dónde comenzar a buscarla? Preguntó
con discreción por la Colombina y nadie supo darle información alguna, solo que
notaron su presencia fugazmente. Nadie le había prestado atención. Aún
resonaban en sus oídos las palabras más importantes que le dijo: “Por
ahora es imposible, pero quizás más adelante podamos vivir juntos para siempre;
si no llegás a saber jamás de mí es porque no pude o no supe cómo desprenderme de
mi  actual presente”.
 

                                   Sabía que la muchacha lo conocía, eso era más que claro.
También era posible que estuviera casada y necesitaba una noche de amor con él
a espaldas de su marido (“porque no supe cómo desprenderme de mi
actual presente”).
Realmente no sabía qué pensar ni cómo encontrar la
verdad de la manera más rápida y efectiva. “Ten
confianza y aguarda un tiempo”,
le había dicho. Pero, ¿cuánto tiempo? No lo
sabía. Es probable que nunca volviera a tener 
noticias suyas, lo que sería un martirio espiritual del cual no se
podría desprender jamás. Había quedado flechado por Colombina ad infinitum. En sus manos estrujaba
con pasión aquel pañuelo, el que llevaba repetidamente a su nariz para
embriagarse con su tenue fragancia. 

                                
“Si no te conociera tan bien, Martín, diría que tu relato es
nada más que una fantasía. Por eso no encuentro motivos como para dudar de tus
palabras. Existen muchos interrogantes que resultan difíciles de responder con
sensatez. Todo parece un hermoso cuento de hadas lleno de erotismo; una
historia propia de un mitómano. Pero este no es el caso. Al menos te dejó un
pañuelo
blanco para que la recuerdes… ¡y que no
está bordado con su pelo!”
bromeó
Ernesto.
 

    
                            
“Estoy de acuerdo
contigo, Esteban

dijo Martín – Hasta a mí, a quien realmente le sucedió, me parece una alocada
fantasía, producto de una mente afiebrada. Hay preguntas que no tienen
respuestas, y también existen dudas, grandes dudas. Sin embargo… Sin embargo
tengo la firme sospecha de  que
Colombina es una de las tres hijas de los Agüero Quesada: Mabel, Alicia o
Delfina, dos de ellas con su matrimonio tambaleante. Recuerda que las tres
anduvieron mucho tiempo detrás de mí, antes de casarse. Además hay que tener en
cuenta que Colombina desapareció rápidamente de mi vista, como conociendo muy
bien el lugar… En fin, querido amigo, creo que lo mejor es esperar un tiempo,
tal como me lo pidió. Va a ser un infierno
concluyó – ya que quedé embrujado. Aunque tengo para
consolarme  o martirizarme, este pañuelo
blanco”.               
 

                                  Durante toda
la semana Martín no concurrió a la fábrica de la familia adonde iba algunas
horas por día para colaborar en su manejo. Estaba sumamente nervioso e
irritable. El recuerdo de la misteriosa dama lo tenía a maltraer. Todo lo que
había acontecido en el subsuelo de la mansión de San Isidro regresaba a su
memoria, a cada instante,  y no podía
desplazarlo de su entendimiento.  

                                   No podía
dejar de pensar en Colombina, en sus besos, en su fantástico y juvenil cuerpo,
y en su paroxismo sexual. Ya no sabía como conducirse en la vida de sociedad.
Se había tornado huraño e intratable. No salía de su casa a la espera de un
llamado que lo sacara de aquella postración y lo volviera a la realidad y a la
felicidad. 

                                   Su tía se
mostró visiblemente consternada y preocupada por la actitud de su sobrino.
“Sor” Juana le había pedido a Esteban que tratara de verlo y brindarle, como su
mejor amigo, todo el apoyo posible. Tenía la convicción de que detrás del
ostensible cambio de conducta de Martín había una cuestión de polleras que solo
otro hombre podía comprender y brindar una ayuda. 

                                   
Paralelamente, Juana lo llamó por teléfono y le dijo que el sábado lo
esperada a cenar, y que no iba a aceptar excusas de ninguna naturaleza para
rechazar la invitación. El joven, de mala ganas y para no hacer más tensa la
situación con su familia, le dijo que iba a ir, que se quedara tranquila. 

                                     Muy
desmotivado, Martín llegó a las ocho de la noche a la casa de su tía. Lucía le
abrió la puerta y lo hizo pasar. Solo estaban los tres para cenar y el personal
de servicio para atenderlos.  

                                     Al pasar
al comedor, la mesa estaba tendida con la mejor vajilla. “Sor” Juana se sentó
en la cabecera y sus sobrinos a derecha e izquierda. Al retirar el paño blanco
de la porta servilletas, Martín vio con inefable sorpresa que de entre los
pliegues, al ponerla sobre sus piernas, apareció
el emblema de
Batman que
Colombiana le había quitado a la pechera del disfraz. 

                             
        
Lleno de estupor levantó la vista y se
encontró con los ojos azules de su hermana, que lo miraban con infinita
dulzura, mientras que sus labios esbozaban una leve sonrisa no menos dulce…  y pícara. 

                                       El
joven solo atinó a sonrojarse y beber un trago de vino. 
           

 ACLARACION IMPORTANTE                                                                      

                                        
Este
relato se publicó en un sitio español, de ahí que ameritara se le informara a
los lectores lo que sigue:
 

(1)   Las carnavales o carnestolendas  eran festividades muy
populares en la Argentina y tomaba parte de ella gente de todos los estratos
sociales quienes se disfrazaban de diferentes maneras y según el poder
adquisitivo con que contaran. Se realizaban grandes festivales danzantes en
estadios deportivos o en onerosos clubes nocturnos. También eran frecuentes los
corsos barriales, a cuyo término la gente acudía en tropel a los lugares donde
se bailaba con música en vivo (una orquesta de tangos, otra de jazz, y muchas
veces una tercera característica). Lo
que canta
Martín parafraseando mientras se ducha, son recuerdos vagos de un
viejo tango – “Siga el Corso” – cuya letra
habla de  una mujer disfrazada de
Colombina envuelta en una aureola de misterio, intriga y que enloquece a un
joven galán que pretende saber de quien se trata la desconocida por la que se
sintió irremediablemente atraído. Lógicamente no lo logra. Más abajo incluyo la
totalidad de la letra de la interesante composición musical. Tiene algunas
palabras en lunfardo y acentuadas o no, según el decir de la gente de Buenos
Aires. Cualquier duda, estoy a vuestra disposición para aventarlas. Aun las
páginas eróticas posibilitan hacer algo de docencia, y que siempre es bien
venida

 (1)
SIGA
EL CORSO”

Tango

Música: Anselmo Aieta
Letra: Francisco García Jiménez



Esa Colombina
puso en sus ojeras
humo de la hoguera
de su corazón…
Aquella marquesa
de la risa loca
se pintó la boca
por besar a un clown.
Cruza del palco hasta el coche
la serpentina
nerviosa y fina;
como un pintoresco broche
sobre la noche
del Carnaval.

Decime quién sos vos,
decime dónde vas,
alegre mascarita
que me gritas al pasar:
“-¿Qué hacés? ¿Me conocés?
Adiós… Adiós… Adiós…
¡Yo soy la misteriosa
mujercita que buscás!”
-¡Sacate el antifaz!
¡Te quiero conocer!
Tus ojos, por el corso,
van buscando mi ansiedad.
¡Tu risa me hace mal!
Mostrate como sos.
¡Detrás de tus desvíos
todo el año es Carnaval!

Con sonora burla
truena la corneta
de una pizpireta
dama de organdí.
Y entre grito y risa,
linda maragata,
jura que la mata
la pasión por mí.
Bajo los chuscos carteles
pasan los fieles
del dios jocundo
y le va prendiendo al mundo
sus cascabeles el Carnaval.