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Juan Carlos Campana

Una mesa compartida en la Antártida

A mediados de junio del año pasado, en
pleno invierno antártico, el buque alemán Magdalena Oldendorff realizaba
tareas de mantenimiento en las bases rusas del continente blanco cuando
inesperadamente quedó atrapado entre icebergs gigantes y ya no pudo avanzar.

El capitán de la nave, Ivan Dikiy, un
experto navegante ruso, comprendió que el buque preparado para navegar entre
hielos pequeños, no podría salir de allí sin ayuda, y pidió auxilio a la
Armada Argentina.

Hacía un mes que el rompehielos
Almirante Irízar, había regresado a Buenos Aires luego de su campaña de seis
meses en la Antártida y la tripulación ya estaba de licencia. 


 “No
lo podía creer, me estaba acostumbrando a la rutina de Buenos Aires cuando el
20 de junio me dijeron que nos volvíamos a embarcar”, recuerda el teniente de
navío Juan Carlos Campana, un chaqueño de 32 años, médico anestesiólogo del
Hospital Naval de Buenos Aires.

Pocos días más tarde, luego de diez días
de navegación a bordo del Irízar, Campana estaba otra vez en el paisaje de los
hielos antárticos, en el invierno más crudo del planeta, temperaturas
constantes de 30 grados bajo cero y vientos de hasta 160 kilómetros por hora.
Solo hielo hasta donde se pierde la vista y arriba un cielo oscuro, sin luz
solar la mayor parte del día.

El rompehielos argentino logró
aprovisionar al buque alemán con 60 toneladas de víveres y combustible. Pero
las durísimas condiciones climáticas y glaciológicas le impidieron cumplir
con su misión de abrirle paso al Oldendorff hacia aguas más cálidas.

El capitán ruso y el argentino
decidieron entonces que el buque debería invernar allí hasta que las
temperaturas le permitieran navegar normalmente. Solo quedaría una tripulación
mínima de 16 marineros del Oldendorff… pero entre ellos no había ningún médico.

Cuando Juan Carlos supo esta situación,
se encerró en su camarote para reflexionar qué decisión tomaría si le pedían
que se quedara en la Antártida, donde ya había estado los primeros seis meses
del año. “Me senté en la cama y me preguntaba una y otra vez qué problemas
tendría en mi vida familiar y afectiva si decidía quedarme. El otro barco era
un lugar extraño para mí, con marineros de otros países e idiomas diferentes,
cuyas costumbres desconocía. Pero puse todo en la balanza y pensé que si a
causa de mi decisión, el Oldendorff quedaba sin atención médica, nunca me lo
iba a perdonar”, recuerda.

Campana recibió el pedido de boca del
capitán argentino, y atinó a llamar a su novia para comunicarle su decisión.
“Al atender el teléfono, me dijo: ‘Ya sé, te quedás. ¿Cuándo pensás
volver?’. Ahí caí en la cuenta de que ella estaba al tanto de todo por los
diarios”.

El 30 de julio, sostenido por una grúa,
en una canastilla de metal y con la única compañía de su equipaje, el médico
chaqueño fue trasladado del rompehielos al Oldendorff. “Se me hizo un nudo en
la garganta cuando el Irízar se alejaba y observaba a mis compañeros en la
cubierta”.

El capitán ruso presentó a Campana a
los 16 tripulantes que venían de lugares tan diferentes como Polonia, las
Filipinas, Ucrania o Ghana. Ninguno de ellos tenía el inglés como lengua
materna, pero era el idioma en que se entendían. “Esa noche, a la hora de
cenar, los tripulantes se limitaron a sentarse en torno de la mesa común, mirar
su plato y comer. No hubo un solo diálogo. Pensé que estaban incómodos por mi
presencia… que habría algún recelo porque yo era militar y ellos de la
marina mercante. Sin mediar palabra, cada uno terminó de comer y se levantó de
la mesa”.

Este médico argentino había vivido
cambios drásticos en pocos días desde su rutina en Buenos Aires y en el Irízar,
a esa primera noche en el Oldendorff. Eran poco más de las cinco de la tarde,
pero no había luz solar, había concluido la cena y no quedaba mucho más por
hacer.  

Aquella
cena silenciosa fue el primer lugar donde Campana sintió el impacto del cambio.

 Pero
fue también la cuestión de la comida donde halló un puente para acercarse a
otras culturas.

La rutina de la noche incluía reunirse a
mirar películas en una sala de descanso. Uno de los marineros colocó sobre una
mesa un paquete de almendras para compartir y Campana aportó una caja de
alfajores, parte de los víveres que había aprovisionado el Irízar.

Frente a la mirada curiosa del resto,
Campana explicó en qué consistían esas extrañas galletas unidas con dulce en
el medio.

En los días siguientes descubrió que
una y otra vez la comida era un buen tema para empezar a dialogar.

A bordo había marineros de religiones
muy diferentes, cristianos, musulmanes, ortodoxos. Cuando había una comida con
cerdo, el cocinero filipino preparaba un plato de carne para los marineros
musulmanes. Así se enteró de que los islámicos consideran al cerdo un animal
impuro.

Campana no tenía ninguna actividad
asignada en el Oldendorff, de todos modos se las arreglaba para combatir la vida
sedentaria. “El viento y el frío dejaban sus secuelas en la cubierta del
buque y cada dos por tres había que salir a palear la nieve que se juntaba”,
recuerda.

En una de esas oportunidades, el segundo
oficial, que vivía en Vladivostok, le explicó el complejo proceso de
construcción de los cimientos de una vivienda en las gélidas tierras
siberianas, y la delicada cuestión de distribuir el calor por todas las
habitaciones de la casa.

En su consultorio, Campana también tenía
oportunidad de enterarse de usos y costumbres de cada país. “Es muy difícil
lograr que los rusos tomen medicamentos cuando están engripados. Siempre
prefieren algún tratamiento casero”.

Al cabo de un mes en ese buque varado en
un fiordo antártico, al resguardo de los vientos, el médico argentino tuvo una
intuición: “Las conversaciones ya surgían solas. No podía explicar bien qué
estaba pasando, pero sentí que ya no era un invitado sino parte de esa
tripulación que venía de todos los rincones del planeta”. 


El domingo era el día más
reconfortante. Bien temprano a la mañana, Juan Carlos marcaba el número de su
casa desde un teléfono satelital y despertaba a su novia. “Aunque solo se podía
hablar veinte minutos, las llamadas a Miriam y a mis padres, en Resistencia,
eran mi cable a tierra. Me cargaban las pilas”.

A comienzos de diciembre, el sol antártico
ya daba extraños espectáculos. Jamás se ponía y parecía que giraba en torno
del Oldendorff. Parado en la cubierta, Campana disfrutaba del viento suave y
temperaturas que en un día de “calor” podían llegar a cero grado.

Pocas semanas más tarde, el hielo ya había
dejado lugar a amplios espacios de mar azul y era el momento del regreso.

Luego de casi cinco meses varado en la
Antártida, el buque alemán pudo finalmente continuar su viaje hacia Sudáfrica.
Campana sería trasladado en avión desde Ciudad del Cabo para reencontrarse con
su familia en Buenos Aires.

Pero al llegar al puerto sudafricano, su
corazón estalló de alegría. A lo lejos observó una pequeña silueta, de
cabellera rubia, parada sola en el muelle. Era su novia, Paula Miriam, que había
viajado especialmente para recibirlo. “Me largué a llorar como un chico”,
recuerda. El 22 de diciembre Juan Carlos llegó junto a su novia a Buenos Aires,
donde los esperaban sus padres, sus amigos y colegas. 

Transcurridos ya varios meses de aquel
regreso, Campana continúa aún hoy impactado por su experiencia en el inmenso
continente donde no existen divisiones territoriales. “No sé cómo
explicarlo, pero creo que si todo el mundo pasara en el algún momento por una
experiencia así, no habría tantos enfrentamientos raciales ni culturales.
Frente a las diferencias aprendí a priorizar otras cosas, como la convivencia,
las personas, lo que todos tenemos en común”.

Material cedido por Selecciones
del Reader”s Digest