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Homilía del Santo Padre Juan Pablo II por el Jubileo de la Tercera Edad

El Santo Padre expuso mediante una Homilía lo que representa el Jubileo para la Tercera Edad, su misión religiosa y su papel activo en la sociedad.

La
Homilía Papal expuesta en el
Jubileo de la Tercera Edad el 17 de septiembre del
2000, toma un espacio particular dentro de los propósitos explicitados por el
Santo Padre que explican las razones del Jubileo en la Bula.

“Con
la única intención de preparar los corazones de todos a hacerse dóciles a la
acción del Espíritu. Que el Jubileo pueda favorecer un nuevo paso en el diálogo
recíproco hasta que un día —judíos, cristianos y musulmanes— todos juntos
nos demos en Jerusalén el saludo de la paz.

La
entrada en el nuevo milenio alienta a la comunidad cristiana a extender su
mirada de fe hacia nuevos horizontes en el anuncio del Reino de Dios.

Es
obligado, en esta circunstancia especial, volver con una renovada fidelidad a
las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha dado nueva luz a la tarea
misionera de la Iglesia
ante las exigencias actuales de la evangelización.

Que
en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. …Que la
mirada, pues, esté puesta en el futuro…

El Padre misericordioso no tiene en
cuenta los pecados de los que nos hemos arrepentido verdaderamente… Un signo
de la misericordia de Dios, hoy especialmente necesario, es el de la caridad,
que nos abre los ojos a las necesidades de quienes viven en la pobreza y la
marginación…

Así mismo, se ha de crear una nueva cultura de solidaridad y
cooperación internacionales, en la que todos —especialmente los Países ricos
y el sector privado— asuman su responsabilidad en un modelo de economía al
servicio de cada persona. El Jubileo es una nueva llamada a la conversión del corazón mediante un
cambio de vida…”

Homilía
por el Jubileo de la Tercera Edad

1.
"Vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mc 8, 29). Esta es la
pregunta que Cristo formula a sus discípulos, después de haberlos interrogado
sobre la opinión común de la gente.

Así profundiza el diálogo con sus discípulos,
casi obligándolos a dar una respuesta más directa y personal. En nombre de
todos Pedro responde con prontitud y claridad de fe: "Tú eres el Mesías"
(Mc 8, 29).

El
diálogo de Jesús con los Apóstoles, que hemos vuelto a escuchar hoy en esta
plaza con ocasión del jubileo de la tercera edad, nos impulsa a ahondar en el
significado del acontecimiento que estamos celebrando.

En el Año jubilar que
recuerda el bimilenario del nacimiento de Cristo, toda la Iglesia eleva al Señor,
de un modo muy particular, "una gran plegaria de alabanza y de acción de
gracias sobre todo por el don de la encarnación del Hijo de Dios y de la
redención realizada por él" (Tertio millennio adveniente, 32).

"Vosotros,
¿quién decís que soy yo?". Ante esta pregunta, que nos sigue
interpelando, estamos aquí para hacer nuestra la respuesta de Pedro,
reconociendo en Cristo al Verbo encarnado, al Señor de nuestra vida.

2.
Amadísimos hermanos y hermanas que habéis venido en peregrinación a Roma para
vuestro jubileo, os doy mi más cordial bienvenida, feliz de celebrar con
vosotros este singular momento de gracia y de comunión eclesial.

Os
saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo particular al señor cardenal James
Francis Stafford y a todos los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio aquí
presentes.

Envío un recuerdo afectuoso a todos los obispos y sacerdotes
ancianos del mundo entero, así como a cuantos en la vida religiosa o laical han
gastado sus energías en el cumplimiento de los deberes de su estado. ¡Gracias
por vuestro ejemplo de amor, de entrega y de fidelidad a la vocación recibida!

Deseo
expresar mi aprecio a cuantos han afrontado dificultades y molestias con tal de
no faltar a esta cita.

Sin embargo, al mismo tiempo, mi pensamiento va también
a todas las personas ancianas, solas o enfermas, que no han podido salir de su
casa, pero que están espiritualmente unidas a nosotros y siguen esta celebración
a través de la radio y la televisión.

A cuantos se encuentran en situaciones
precarias o en dificultades particulares, les aseguro mi cercanía cordial y mi
recuerdo en la oración.

3.
El jubileo de la tercera edad, que hoy celebramos, reviste una importancia
particular si se considera la presencia creciente de las personas ancianas en la
sociedad actual.

Celebrar el jubileo significa, ante todo, recoger el mensaje de
Cristo para esas personas, pero, a la vez, atesorar el mensaje de experiencia y
sabiduría que ellas mismas transmiten en esta etapa particular de su vida.
Para
muchas de ellas, la tercera edad es el tiempo de reorganizar la propia vida,
haciendo fructificar la experiencia y las capacidades adquiridas.

En
realidad, como subrayé en la Carta a los ancianos (cf. n. 13), también la edad
avanzada es un tiempo de gracia, que invita a unirse con amor más intenso al
misterio salvífico de Cristo y a participar más profundamente en su proyecto
de salvación.

Queridos ancianos, la Iglesia os mira con amor y confianza,
comprometiéndose a favorecer la realización de un ambiente humano, social y
espiritual en cuyo seno todas las personas puedan vivir de forma plena y digna
esta importante etapa de su vida.

Precisamente
durante estos días, el Consejo pontificio para los laicos ha querido dar una
contribución a este aspecto de la pastoral, promoviendo una reflexión sobre el
tema: "El don de una larga vida: responsabilidad y esperanza".

He
apreciado mucho esta iniciativa, y espero que este simposio estimule a las
familias, al personal religioso y laico de las casas que acogen a los ancianos,
así como a todos los agentes implicados en el servicio a la tercera edad, a
contribuir activamente a la renovación de un compromiso social y pastoral específico.

En efecto, aún se puede hacer mucho para acrecentar la conciencia de las
exigencias de los ancianos, para ayudarles a expresar mejor sus capacidades,
para facilitar su participación activa en la vida de la Iglesia y, sobre todo,
para lograr que se respete y valore siempre y en todo lugar su dignidad de
personas.

4.
Todo esto lo iluminan las lecturas de este domingo, que nos invitan a
profundizar el modo como se ha realizado el designio salvífico de Dios.

Hemos
escuchado en el libro del profeta Isaías la descripción del Siervo sufriente,
que es el retrato de una persona que se pone totalmente a disposición de Dios.

"El Señor me abrió el oído; yo no resistí, ni me eché atrás" (Is
50, 5). El Siervo de Yahveh acepta la misión que se le ha encomendado, aunque
es difícil y llena de peligros: la confianza que pone en Dios le da la fuerza y
los recursos necesarios para cumplirla, permaneciendo firme incluso en medio de
la adversidad.

El
misterio de sufrimiento y de redención anunciado por la figura del Siervo de
Yahveh se realizó plenamente en Cristo. Como hemos escuchado en el evangelio de
hoy, Jesús comenzó a enseñar a los Apóstoles "que el Hijo del hombre
tenía que padecer mucho" (Mc 8, 31).

A primera vista, esta perspectiva
resulta humanamente difícil de aceptar, como lo muestra también la reacción
inmediata de Pedro y de los Apóstoles (cf. Mc 8, 32-35). ¿Y cómo podría ser
de otro modo? El sufrimiento no puede por menos de causar miedo.

Pero
precisamente en el sufrimiento redentor de Cristo está la verdadera respuesta
al desafío del dolor, que tanto influye en nuestra condición humana.

En
efecto, Cristo tomó sobre sí nuestros sufrimientos y cargó con nuestros
dolores, iluminándolos, mediante su cruz y su resurrección, con una luz nueva
de esperanza y de vida.

5.
Queridos hermanos y hermanas, amigos ancianos, en un mundo como el actual, en el
que a menudo se mitifican la fuerza y la potencia, tenéis la misión de
testimoniar los valores que cuentan de verdad, más allá de las apariencias, y
que permanecen para siempre porque están inscritos en el corazón de todo ser
humano y garantizados por la palabra de Dios.

Precisamente
por ser personas de la llamada "tercera edad", tenéis una contribución
específica que dar al desarrollo de una auténtica "cultura de la
vida" -tenéis, o mejor, tenemos, porque también yo pertenezco a vuestra
edad-, testimoniando que cada momento de la existencia es un don de Dios y cada
etapa de la vida humana tiene sus riquezas propias que hay que poner a disposición
de todos.

Vosotros
mismos experimentáis cómo el tiempo que pasa sin el agobio de tantas
ocupaciones puede favorecer una reflexión más profunda y un diálogo más
amplio con Dios en la oración.

Además, vuestra madurez os impulsa a compartir
con los más jóvenes la sabiduría acumulada con la experiencia, sosteniéndolos
en su esfuerzo por crecer y dedicándoles tiempo y atención en el momento en el
que se abren al futuro y buscan su camino en la vida. Podéis realizar en favor
de ellos una tarea realmente valiosa.

Amadísimos
hermanos y hermanas, la Iglesia os contempla con gran estima y confianza. La
Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil necesita de vosotros. Eso
lo dije hace un mes a los jóvenes y ahora os lo digo a vosotros ancianos, a
nosotros ancianos.

La Iglesia necesita de nosotros, pero también la sociedad
civil nos necesita. Sabed emplear generosamente el tiempo que tenéis a
disposición y los talentos que Dios os ha concedido, ayudando y apoyando a los
demás.

Contribuid a anunciar el Evangelio como catequistas, animadores de la
liturgia y testigos de vida cristiana. Dedicad tiempo y energías a la oración,
a la lectura de la palabra de Dios y a reflexionar sobre ella.

6.
"Yo, por las obras, te demostraré mi fe" (St 2, 18). Con estas
palabras el apóstol Santiago nos ha invitado a expresar en la vida diaria,
abiertamente y con valentía, nuestra fe en Cristo, especialmente a través de
nuestras obras de caridad y solidaridad para con los necesitados (cf. St 2,
15-16).

Hoy
doy gracias al Señor por nuestros numerosos hermanos que testimonian esa fe
operante en el servicio diario a los ancianos, pero también por el gran número
de ancianos que, en la medida de sus posibilidades, siguen prodigándose aún
por los demás.

En
esta alegre celebración del jubileo de la tercera edad queréis renovar vuestra
profesión de fe en Cristo, único Salvador del hombre, y vuestra adhesión a la
Iglesia, mediante el compromiso de una vida vivida con amor.

Juntos
queremos hoy dar gracias por el don de la encarnación del Hijo de Dios y de la
redención que realizó.

Prosigamos la peregrinación de nuestra existencia
diaria con la certeza de que la historia humana en su conjunto y también la
historia personal de cada uno forman parte de un plan divino, iluminado por el
misterio de la resurrección de Cristo.

Pidamos
a María, Virgen peregrina en la fe y nuestra Madre celestial, que nos acompañe
a lo largo del camino de la vida y nos ayude a pronunciar como ella nuestro
"sí" a la voluntad de Dios, cantando junto con ella nuestro Magníficat,
con la confianza y la alegría perenne del corazón.