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Esas canas verdes que supimos conseguir

Ya sé, ya sé, no tengo derecho a queja, yo los quise tener. Le digo a todo el mundo que son lo mejor que me pasó en la vida. Que, que bonito el más chiquito, qué, que hermosa la nena…

Que dulce ella.  Que…él.  Que, que y más que.  Que cómo hice para vivir toda mi vida cuando lo hacía sin ellos pero cuándo mi peluquero me pregunta por mis incipientes canas, hago puchero y entro a ejercer, por lo menos, mi derecho a réplica y a preguntarme, conjuntamente, con el resto de inocentes de mi familia que cree que mis hijos son dos ángeles de carne y hueso y tienen escondidas las alas en las espaldas el vademécum de dudas que tengo preparado. 

Por qué ¿A quién habrán salido?  Es la pregunta del millón, que te refriegan por la cara, cuando las madres solemos esbozar alguna queja sobre los hijos que supimos conseguir o los que, peor aún, tratamos de educar. 

Viendo la mayoría de las veces que no es asunto tan sencillo como parece.  Una dice: ¡manos a la obra! y trata de civilizar a ese angelito que nos mira con dulzura pero que con el rabillo del ojo está visualizando la próxima tropelía a cometer.

Será, será, como mamá y papá, tendrá en la cara un granito y un lunar…Decía una vieja canción de una futura hermana mayor hacia el primer hermanito que estaba por venir. 

Y vino, nomás.  Y se pareció a mamá y a papá y a la hermana y a la tía rebelde y revoltosa y a…conclusión tiene un carácter que se parece más a un sunami parlante que a otra cosa.  Ergo, su hermana y yo, quedamos a la altura de una estatua, a la edad de él.

Los varones son más inquietos que las nenas, suele apuntar, algún correlato familiar, no sé si para tranquilizarnos o para tratar de disminuir nuestros instintos vengativos.

Cuando, por ejemplo, abrimos nuestro departamento, después de regresar del trabajo, habiendo dejado a los dos con una niñera.  Es más, cualquier día imaginamos a la niñera amarrada a una silla, porque están jugando a los indios. 

O envuelta en un camisón queriendo hacerlo parecer un kimono o a ella una geisha o, si la imaginación se los dicta, una carpa con todas las sillas de la casa y ella maniatada abajo como parte del harén que exclusivamente está dedicado al servicio de los hermanos macana.  Ergo, mis hijos.           

El genio, al más chico, he de decir en mi descargo, si es que todavía tengo derecho alguno, que le despuntó a los cinco días cuando exploró el mundo cabeza abajo. 

Para que vayan haciéndose una vaga idea  los inocentes desprevenidos que me tratan de bruja, y me cuelgan prestos el cartel de mala madre del mes. 

Quise consolarme y convencerme de que, seguramente, se trataría de un hecho aislado.  Pero mi pobre angelito se encargó de desaznarme que no era tan así mi ilusión óptica,  porque a los tres años, cuando junto a sus secuaces (amiguitos de cinco y de tres), pusieron la gata en la heladera. 

Posteriormente, me lo reafirmó, en un acto meramente individual porque  sin tener a quien echarle la culpa, y por una cuestión de más comodidad, mudó el televisor antiguo  de unas cuantas pulgadas la pantalla, yendo de la cama al living.  Como diría el benemérito y nunca bien ponderado cantante rokero y nacional: Charly García.       

Siguiendo con su ranking de peripecias, después de ver la película la momia en tridimensional, decidió que a la casa le faltaba alguna que otra momificación y sobre todo un Indiana Jones en potencia. 

Los restos de papel higiénico, del paquete de servilletas y del talco, me confirmaron su intención.  Todo esto para no olvidarme el detalle que a mi regreso, vi a la gata de la casa, envuelta en millones de papeles y él cuadriculado por sus garras.

Hay que tener mucho instinto maternal para no matarlos, digo, perdón, para educarlos.

En algunos viejos tiempos solía decirse: “para muestra alcanza un botón”, frase excelente que funcionaba para chicos obedientes que hacían juego con la época que parió dicha sentencia. 

Pero, al más chico del hogar dulce hogar, no le bastó un botón.  Porque me vio émula de Mahatma Gandhi o del faquir de la tele y me construyó una cama, no de clavos, supongo que porque no los tenía a mano, pero se las arregló para hacer una versión libre construyéndome una cama  de alfileres en mi sommier que ya ni la gata quiso subirse a ella, no había por donde.

En fin, igual no me imagino la vida sin ellos, pero ahora me voy, se me hace tarde para la peluquería. 

He notado un fenómeno curioso, las incipientes canas que me salen ya no son blancas, como las de mi mamá, son verdes. 

Pobre peluquero voy a tener que llevarle un par de buenas tinturas a ver por cual se decide.

 

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