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El último día del embajador

Los sueños, ¿sueños son?

— ¡Su atención por favor! La cálida voz de la azafata lo despertó bruscamente y

todavía envuelto en los vapores del sueño, le costó despejarse, ubicarse dónde

estaba; nuevamente la voz de la joven interrumpió sus pensamientos:

-¡Señores pasajeros, estamos sobrevolando Londres y en minutos más

aterrizaremos!

         Miró por la ventanilla y observó lo que se veía a su alrededor. Nubes

blancas, adoptando mil formas distintas, alargadas, redondas, finas,

transparentes, como penachos de humo, vellones de lana, compactas; ora

brillantes, ora opacas, según la incidencia del sol, trozos de cielo azul

purísimo, de un azul tan franco y traslúcido que hería las pupilas.

         William Cranford se sorprendió al descubrir tantas cosas que a través

de sus numerosos viajes nunca había tenido en cuenta. Durante el descenso bajó

la mirada y distinguió el Río Támesis, oscuro trazo marrón entre dos orillas

edificadas, serpenteando por la enorme ciudad, entre muelles, antiguos canales,

bancos y diques, bajo los veinticuatro puentes monumentales. Vio parques y

jardines como el Hyde Park de 160 hectáreas de superficie, los prados del

Palacio de Buckingham, el Parque Saint James.

         El ruido de las turbinas se diluye y oye la voz de su padre

describiendo los grandes museos y teatros, la Universidad, la Real Academia, el

Covent Garden o teatro de la ópera, construido en el jardín de un antiquísimo

convento, donde se representaron las primeras tragedias; un lugar donde la

maldita literatura volvía a su recuerdo de manera fragmentada; La Plaza

Trafalgar, en el corazón de Londres…¿Por qué en tantos viajes nunca le había

sucedido lo que ahora ocurre?; en sucesión ininterrumpida vio pasajes de su

adolescencia y juventud.

¡ Cuántos recuerdos!…De pronto se vieron interferidos por una fugaz y cercana

advertencia, que le produjo desasosiego. Otra vez fue interrumpido por la voz de

la azafata quien, con tono aparentemente tranquilo, recomendaba: “tengan a bien,

los señores pasajeros ajustarse los cinturones, el avión no puede descender por

el momento por razones técnicas”.

La voz se perdió y el murmullo de todo el pasaje colmó el reducido

ámbito. Recién entonces, William percibió la gente que lo rodeaba. A su lado,

una señora muy elegante frotaba sus manos, nerviosa; sus miradas se cruzaron y

de inmediato pensó “¿dónde la vi?” Observó que se aferraba a la cruz pendiente

en su delgado cuello, gesto éste que le resultó familiar. Al mirarse ambos,

sonrieron en forma mecánica. Quedamente ella pronunció -¿Cómo le va embajador?-,

mientras él  la  miraba  con curiosidad; en sus ojos azules se perfiló la

sorpresa- ¿La conozco?- dijo –

         Sí, contestó ella,- en un  áspero inglés- nos vimos por primera vez en

la fiesta que su Embajada ofrecía a los Agregados Culturales de Francia, entre

quienes me encontraba, ¿recuerda ahora?

         – Sí , sí, creo recordarla –extendió  su mano.

         -Sra. Helen Duval- dijo la mujer,- mi esposo falleció en ese año,

víctima de la fiebre, Ud. sabe, tan común en esa zona.

         -Sí, sí, comprendo y lo siento, no la reconocí antes.

         Sus últimas palabras fueron interrumpidas por un tremendo sacudón, la

aeronave descendió abruptamente y eso los dejó sorprendidos y silenciosos.

Recordó la escena que poco antes lo había acongojado, todos los detalles

quedaron grabados en su memoria con minuciosa precisión  así como las señas del

sitio en que se desarrolló.

Penetró a una sala muy amplia, con enormes y

brillantes arañas de cristal purísimo, con cientos de luces destellantes,

alfombras azules, columnas doradas y blancas con volutas y ornamentos  propios

de la época de los Luises; mucha gente distinguida colmaba el lugar y  murmuraba

apesadumbrada; con temor, avanzó por el centro del salón, donde, sobre cuatro

columnas de  bronce, había una ataúd cubierto con encajes y pequeñas flores

blancas en el que asomaba la cabeza el  cadáver de quien William adivinaba su 

importancia; creyó oír la conversación de los asistentes, pero no entendió nada;

se frotó los ojos, pues la vista se le nublaba por momentos; se acercó más y más

hasta mirar dentro del féretro.

Entonces la sangre se heló en sus venas, quedó

aterrado, no podía creerlo, ¿se trataría de un  doble? Pero no! Era él, sí, sí,

él estaba ahí con el rostro pálido, tranquilo y sereno, dormido; sintió su

cuerpo cubierto por un frío sudor envolvente, gritó, pero no pudo emitir sonido

alguno; volvió a intentarlo, con gran esfuerzo quería alejarse rápidamente de

ese lugar, pero era  inútil, sus piernas no obedecían!

         De pronto, una mano

golpeó su hombro. Abrió los ojos y se vio en el avión junto a su agradable

compañera de viaje. Experimentó gran alivio y prestó atención a Helen que le

decía-¡Embajador! tuvo un mal sueño, se lo veía sufrir!!

Sí, evidentemente se había repetido su sueño. Helen volvió a

interpelarlo- Volvemos al lugar de origen, embajador -. La miró sorprendido pues

no había oído nada -¿Cómo dice?- Por desperfectos de la máquina volvemos a

Tokio.

         Un escalofrío recorrió su espina dorsal y nuevamente le fue dado

“contemplar su azarosa peregrinación por los tenebrosos laberintos de la duda y

del desaliento”, todo a su alrededor era confusión e incertidumbre, veía

alejarse el mundo preñado de vida…y qué lejano le parecía…

         Joseph Menaf, jefe de radiocomunicaciones, apoyado en la barandilla del

primer piso, en su oficina del aeropuerto de Tokio contemplaba el cielo y se le

antojaba un gran telón, contra el cual se hubiese disparado una perdigonada que

hubiera provocado mil orificios a través de los cuales brillaban las estrellas

en su eterno parpadeo. Todo estaba desierto a esa hora, el silencio fue roto por

el tableteo constante y monótono de la computadora que transmitía un mensaje:

“El  DC26 matrícula 98-3-7425, con destino a Londres, que debía aterrizar a las

12,30 hora local, se desvió de su ruta y cayó en las escabrosas montañas de

Escocia. Viajaba el Embajador Británico acreditado en las Islas, Dr. William

Cranford. No hubo sobrevivientes”.