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Domingo

Domingo se acostó molesto, con un agudo dolor de muelas. Le punzaba fuerte el lado izquierdo de la cara, tomándole el oído y haciendo un horrible zumbido que retumbaba en su cabeza. Estaba descompuesto y hecho un idiota. Incontrolable ante los ruidos cotidianos…

Un energúmeno; transformado por el
dolor, al fondo izquierdo de su boca. Se levantó de la cama, tirando las
cobijas al suelo y se puso la mano en la boca. Como si eso, por magia le calmaría
el dolor. Abrió el cajón del velador, buscando los analgésicos.

Su mano
revolvió los estúpidos e innecesarios cachivaches que guardaba y hacían más
dificultosa la búsqueda. No encontraba las pastillas. Con violencia sacó el
cajón; que voló por los aires. Lo volteó en la cama y desparramó todos los
objetos.

Ahí estaban las benditas pastillas. Sólo
quedaban dos para pasar la noche. Tomó la escuálida tira de aluminio y con
prisa se dirigió al baño. Largó el chorro de agua del lavamanos y presionó
la delgada lámina sacando los pequeños comprimidos.

Los dejó caer en su mano
y luego los engulló sin atreverse a probarlos. Atrapó la llave con su boca y
tomó un trago de agua helada. El dolor penetró como navaja en sus encías.
Luego punzó sin piedad su oído izquierdo y se detuvo finalmente en la parte de
abajo del ojo.

Un grito, lleno de rabia y dolor retumbó
en la noche, durmiendo a sus anchas en el viejo edificio, mientras una mosca
noctámbula recorría indiferente el espejo del baño. Domingo, atacó con el puño
derecho a la intrusa, impactando directamente al cristal.

Lo rompió en mil
pedazos, que volaron por la sala cubriendo el mojado piso de baldosas. Su mano
estaba llena de sangre y corría por el antebrazo en gran cantidad. Miró los
vidrios, enterrados en sus nudillos y la adrenalina se respiraba en el aire.

Avanzó unos pasos hacia el lavamanos y
un filoso vidrio se incrustó en su planta desnuda. “Mierda”, gritó
encolerizado de rabia, saltando hacia atrás. Tropezó con la base de la tina,
cayendo hacia dentro y estrelló su cabeza contra el borde de la loza.


La sangre
brotó nuevamente, tiñendo de rojo el albo color de la bañera, que destellaba
en una macabra escena. Mucha sangre emanaba con fuerza del maltratado cuerpo de
Domingo, abatido dentro del cóncavo y frío lecho de porcelana.

Tomó la ducha teléfono y abrió el
grifo de agua. La puso sobre su Cabeza lavando la dolorosa herida. El líquido
empapó rápidamente su improvisado pijama de polera y chort. Mojado hasta los
huesos, dirigió el chorro hacia el pie que sangraba profusamente.

Rápidamente
limpió la sangre de su planta desnuda, mostrando la enorme astilla enterrada en
el centro. Cerró los ojos para tomar fuerzas y levantó aun más la pierna,
para retirar el alevoso cristal.

La sangre brotaba en un grueso hilo, que bajó
por su talón, goteando tupidamente el borde de la tina y las blancas baldosas
del baño. Con el índice y el pulgar logró atrapar la afilada hoja, tirándola
hacia afuera, y observó compungido la larga y cercenada huella dibujada sobre
su piel.

La vista se le nublaba por momentos y
sentía extraños mareos. Tenía mucho frío, su cuerpo mojado tiritaba entero.
El agua de la bañera había subido rápidamente, y el chorro de la ducha seguía
corriendo debajo, aumentado velozmente el nivel de la tina. Se sintió flotar y
su espalda se deslizó hacia abajo. El agua le llegaba al cuello y las fuerzas
le fallaban. Estaba a punto de ahogarse.

Cogió apenas, la toalla que se
encontraba detrás de la puerta y la enrolló alrededor de sus muñecas. La
enganchó desesperado en la manilla de bronce y tiró con fuerza hacia el,
levantándose por fín.

Se afirmó del gancho de la ropa, aferrándose a la
vida. El agua chorreaba en cantidades, mojando toda la habitación y escurría
con prisa hacia el pasillo.

De un tirón arrancó la cortina del baño,
salpicando al aire las argollas de plástico y la arrojó sobre el piso minado
de cristales. Bajó con cuidado, al peligroso embaldosado del baño, adivinado
los vidrios escondidos bajo la superficie de la cortina y salió hacia el
inundado pasillo con dirección al dormitorio.

Se desplomó boca abajo, sobre la
desordenada cama y por un instante recordó el dolor de la maldita muela. Que
tenía toda la culpa de lo que pasaba. Lo había vencido por unos momentos, pero
a un costo muy alto. Sabía que estaba presente y que volvería con fuerza.

Pero
él, no estaba dispuesto a soportarlo de nuevo. Arrancó las sábanas revueltas
y cortó con los dientes varios pedazos de paño, al instante se mojaron y se tiñeron
de sangre.

Sacó las vidriosas astillas de sus nudillos, que recién se acordaba
y luego se vendó la mano. Tomó otro pedazo de paño y forró la punzante
herida del pie, dándole varias vueltas y amarrándola con fuerza.

Se dirigió a la cocina, garabateando a
destajo, gritando con rabia sus desdichas. Empapando de agua, todo cuanto había
a su paso. El silencio de la noche se rompió nuevamente, y algunas luces se
encendieron en los apartamentos vecinos.

El agua corría libre por el pasillo y
el piso de las habitaciones se inundaba poco a poco. Estaba llegando a la puerta
de entrada. Domingo se quitó el mojado pijama, quedando totalmente desnudo.

Estaba solo, y para peor domingo por la
noche. Todo cerrado. ¿a quien podría recurrir a esa hora? Pensó en salir a la
calle, pero sintió que no debía, luego recordó lo único que podía ayudar.
La vieja botella de coñac, que guardaba por tanto tiempo en el mueblecito del
living. De alguna manera burlaría la noche y a la maldita muela, aunque sabía
que al día siguiente debía pagar el precio que cobraba el alcohol.

Corrió a saltitos hacia el living,
salpicando las murallas del pasillo. El dolor de la muela ya había tomado
posesión.

Abrió el pequeño bar y ahí estaba la negra botella de
“Curvasier”. Las agudas punzadas atacaron otra vez. Domingo tomó la botella
con ambas manos y se sentó en el piso inundado. La miró a la luz y estaba casi
llena.

Sacó la tapa con la boca e inspiró profundo el olor a coñac. Un
delgado hilo de sangre corría por su muñeca y bajaba por el brazo, juntándose
en el pliegue del codo. Llevó la botella a su boca y tragó como nunca antes,
tragó dos veces más y la dejó en el piso.

Un fuego se había encendido en su pecho
y lo llenaba de energía. Miró a su en torno y las cosas parecían mejor. El
dolor se había ido, pero él sabía que se ocultaba, solapado, detrás del
licor. Miró la botella nuevamente y estaba a menos de la mitad.

La cogió,
convencido que era su única salida y tragó sin parar, observando el líquido
sepia que bajaba y bajaba hasta el final de su garganta.

Terminó la botella y la dejó caer
sobre la mojada alfombra. Se paró tambaleando y avanzó unos pasos, arrastrando
las olitas de agua que escurrían por la puerta de entrada. La vista se le
nublaba y las luces de la lámpara se hacían brillosas.

Un carrusel de objetos
comenzó a girar en el living, mientras una sonrisa de alivio se dibujaba en su
garabateado rostro. Se dejó caer en el sofá, mirando al techo. Pensando que
había ganado la batalla.

—¿quien
sabe?— la guerra aún no terminaba.

Fin.

Alberto
Herrera.

pdelabarrera@yahoo.es

Santiago de Chile,
Octubre 2001.