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Chatarra

El primer síntoma fue esa familiaridad en el trato, cuando advertimos que ya no provocamos orgullo…

Nosotros somos muy
sensibles al orgullo. Lo palpamos. Lo que ocurre es que es tan manifiesto, lo
notamos cuando toman nuestro volante y les agrada su contacto, es más, lo
gozan. Sus manos no se crispan en él; todo lo contrario, sus movimientos son
caricias que les agradan a ellos provocarlas como a nosotros recibirlas.

Están sentados en nuestros asientos como levitados y todos sus movimientos para
accionar nuestros comandos lo hacen con la lentitud que acompaña al gozo.

Les embriaga nuestro aroma que llaman "a nuevo". Pero lo mejor es
cuando llegan a un sitio y se sienten observados por sus congéneres quienes
seguramente los envidian por poseernos.

En alguna ocasión un colega mencionó que fue tanta la manifestación de
opulencia que los cristales de una puerta no la resistieron y estallaron, pero
como todo lo que carece de comprobación siempre termina archivado en el desván
de las dudas.

A ese primer síntoma inequívoco le correspondió en sucesión otro más tangible y
de orden físico.
Fue cuando comencé a percibir como de mi escape surgía, sutil, una voluta de
humo celeste.

Pensé: a lo mejor -o a lo peor?- fue nada mas que mi temor el que provocó esa
visión. Pero no. Ya advertido puse mi máxima atención.

El próximo semáforo nos detuvo por un tiempo que me pareció eterno y cuando me
aceleraron para moverme sentí como un
golpe, nunca creí que el aire combinado con partículas de aceite fuese tan brutal,
para colmo mi carburador acusando el golpe adrenalínico, tosió y todo se hizo
más evidente.

De inmediato me remití a mi calendario quién inexorable marcaba: doscientos
setenta y cuatro mil seiscientos sesenta y seis!
¡Como se acumulan los kilómetros!.

Las conversaciones entre el titular de la
tarjeta verde y su esposa eran cada vez más gesticuladas, lo que no presagiaba
nada bueno.

Los sábados no me bañaban
y
a mis puertas las cerraban cada
vez con más
violencia. Todo por su
falta de cuidado. Las gotas de revivificante aceite que facilitan mis
movimientos ya no aparecían y lo peor era advertir que a veces no cerraban mis
puertas si no que las tiraban con desidia y desdén.

Ese día, pese a que el cielo amaneció con un inusitado vestido celeste claro y
en su confín el naranja lo ruborizaba, yo presagié algo malo, seria tal vez
porque en la noche no me guardaron en mi cochera.

El
tipo era decididamente desagradable, con un ridículo sombrerito al que cada
tanto movía con sus manos. Comenzó a darme vueltas en círculo, rodeándome, como
hacen los sapos con sus víctimas.

Parecía que estaba oliendo algo desagradable: así se manifestaba su ceño. Esa
actitud gestual del sujeto y la de la señora apretujando sus manos, me
presagiaban un futuro no deseado.

Después todo pasó muy rápido. El tipo se subió y ya su ceño distendido dejó
dibujar una tenue sonrisa, ineludible confirmación de su triunfo.

Me mire con objetividad
como nunca lo había echo y me descubrí ruín, gastado,
maltrecho, inútil.

Me estacionó junto a otro
de una marca diferente y de parecida edad. El óxido se hizo rey, un patético
rey de traje marrón que me devora.

Solamente me queda el orgullo de sentir las palabras de elogio que alguno
desliza cuando me mira y menciona mis virtudes, pero siempre en tiempo pasado.

Yo le devuelvo el elogio
con un imperceptible destello de mi faro derecho a modo de guiño, pero nadie lo
ve. O no lo quieren ver.-

Enero/03