Aventuras y desventuras de mi amiga perdida en un sex shop    

No hay nada más divertido que la charla entre mujeres, siempre encontramos motivos para reírnos, de nosotras mismas y de la otra con la otra, y así. Y si encima esas mujeres son amigas, ¡ni que hablar!...

Aventuras y desventuras de mi amiga perdida en un sex shop


 

  


Jajaja, jejejeje y jiijijiji, serán una constante en la conversación.  Siempre nos las arreglamos para hablar.  Lo mejor es, de lejos, FACE too FACE y tete a tete, como corresponde.  Pero sino, no con los teléfonos y el msn, alcanzan; claro no es lo mismo, pero para un caso de urgencia, sirve. 

Las empresas telefónicas están más que felices sobre todo con nosotras, porque si fueran por los monosilábicos de los hombres, se morirían de hambre; pobres.  Decía que el celular es un elemento de gran ayuda para la mujer porque si se encuentra en apuros con los hijos, con su marido, con su amante, con su amigo con derecho a roce o en cualquier situación digna de ser contada a su amiga, lo mejor es hacerlo en el acto. 

Bueno tampoco la pavada, obviamente que no en medio de posturas tantricas y convocando al kundalini, pero una vez que todo terminó con bombos y platillos y fuegos artificiales como corresponde y él partenaire en cuestión se quedó dormido hasta la próxima, no hay nada mejor que, en vez de mirarlo a él, porque ya lo vamos a derretir de tanto hacerlo, peguemos un salto, manoteemos el celular, de él o el nuestro y parloteemos con lujos de detalles con nuestra confraterna. 

Rezando porque esté.  Y que no esté justo ella también en un revolcón como Dios manda, por supuesto; porque en ese caso deberemos esperar pacientemente para hacer un jugoso intercambio de detalles. 

Y las amigas solemos llamarnos, como decía, desde lugares insólitos.  Pero el premio se lo llevó mi curiosa amiga menor que me llamó desde un sex shop.  Y aquí, una posible acotación al margen, sería pensar en las ventajas que tiene tener un amiga menor, una inevitablemente hace comparaciones, de las cual ni una ni otras personas, a veces solemos salir bien paradas y sabemos lo inútil que es hacerlas, pero las hacemos igual; entonces, su experiencia me retrotrajo a la mía. 

Y empezó el diálogo, ¿a qué no sabes donde estoy?  Conociéndola lo curiosa y enamoradiza que es, preferí no especular y dejé que ella misma me lo contara.  Se ahogó entre risitas y me la imaginé colorada como un tomate pero sí, chan, estaba en un sex shop.

Claro, ahora es más fácil, pensé para mis adentros.  La cuestión era lidiar con la curiosidad y entrar en otras épocas y tiempos, donde no estaban como  ahora  las reuniones al viejo estilo tupper ware pero del sexo. 

Se llamaran ¿sexo ware?  Me encomiendo a que el kamasutra, perdone mí ignorancia. Es decir, esas míticas reuniones dedicadas antes a vender utilería de cocina apta para toda mujer que cocinaba pero ahora aplicada al sexo.  Supongo que, como funcionaban las otras, con publicidad de boca en boca para las reuniones, pero, esta vez, promocionando la venta de lencería erótica y otros adminículos sexuales.

Cuya demostración, imagino, se hará a las concurrentes, obvio.  ¿Habrá algún regalito para la dueña de casa?, pregunto yo, porque si es así, organizo una en la mía, ipso facto, después de instaurar, con mis hijos, el horario de protección al menor como si fuera un toque de queda.  A la venta se ofrecen adminículos emulando lo más importante del hombre, anatómicamente, hablando, por supuesto, todo igual que lo que había en el local. 

Pero digamos que en una reunión entre mujeres hay más confianza y una se puede reír a sus anchas, de la vergüenza, del intento de vencer la timidez, puede confesar libremente sus ganas de jugar en el sexo, esas son otras de las bondades que componen una reunión de ese tipo, hechas en casa.   Pero confieso, que la visita y el llamado de mi amiga me dejó muda.  Pero de admiración y de envidia.  Todavía recuerdo mi última visita excursión a uno. 

A mi me pasa lo mismo que a usted... en el sex shop     

Pasaba siempre de casualidad y apurada porque era un trayecto obligado camino a mi trabajo.  Pero nunca me olvidaba de revolear una miradita para ese lugar oscuro y de un cartel rojo palpitante que enunciaba, como si hiciera falta, “sex shop”.  Tampoco olvidaba la renovada promesa a mi misma, con falluta convicción: voy a entrar.  Y que murmuren lo que quieran. 

Después de todo soy una mujer moderna y sola.  El que tenga algo que decir que tire la primera piedra, pero por las dudas, a sabiendas de la perversidad de las chusmas del barrio, la vez que entré, antes de hacerlo miré a ambos lados y me puse anteojos negros en pleno invierno.  Sin chusmas a la vista, digo moros, a la vista, traspuse el umbral.

Rezando porque ningún solícito vendedor se acercara a ofrecerme nada.  La curiosidad mata al hombre, dicen, pero embaraza a la mujer, siguen acotando y la verdad no está muy lejos de esa sentencia que se repite por algunos siglos.  Así que a medida que miraba me iba entusiasmando más. 

No lo podía creer, tanta represión me empezaba a hacer creer que en dos minutos me estaba convirtiendo en una depravada sexual.  Obviamente apagué celulares, no quería que nadie interrumpiera mi visita y como mis amigas eran un poco más mayores que yo, no daba, como ahora que le agradezco a la mía, haberlo hecho, llamarlas desde ese lugar.   

No alcancé a preguntar nada de nada y muchísimo menos llegué al punto de que el vendedor me ofrezca algo, como le ofrecieron a mi amiga.  Porque lo tenía vigilado.  Creo que si hubiera poseído un tercer ojo se lo hubiera dedicado a él.  Del pánico que me hubiera dado si siquiera se hubiera levantado y se hubiera dirigido a mí. 

Para colmo de males en pleno horario laboral no había ningún otro mortal que no fuera yo y mi persona.  Así que si se iba a dirigir a alguien, era a mí y tan solo en mí.   Y creo que para mí no iba a ser ningún honor que lo hiciera.  Claro que él estaba para vender y yo, se suponía que era una potencial clienta pero no, válgame que yo estaba tentada de curiosidad.  Igual que mi amiga que también se espantó al ver al vendedor dirigirse hacia ella. 

Yo huí apenas vi un sutil movimiento de él, que traducido podría ser que se levantaría de la silla.  No esperé a dilucidar si iba a dirigirse a mí, al baño o iba a hacerse café, lisa y llanamente huí.  Pero mi amiga se quedó, no lo más campante, pero como siempre, más chica más corajuda. 

Se banco con hidalguía femenina de quien pasó por dos partos cesáreas, y mirándolo a los ojos, tuvo que hacer un gran esfuerzo para mirar delante de él la mercadería de exhibición.  La pasó mejor, según me confesó, con la lencería erótica, un desfile de látigos y vestimenta “sado” pero cuando pasó a los detalles descriptivos de cierto objeto símil anatomía de un tipo, me confesó que el rubor se le instaló en la cara para no abandonarla por mucho tiempo. 

El vendedor se explayó ofreciéndole a la vista lo más variados tips habidos y por haber del local: símil piel y gran variedad y oferta de  tamaños, small, estándar y ¡extra large!  Me ruboricé tan solo porque me lo contara y yo que tengo una más que frondosa imaginación, imaginé la escena en un santiamén. 

Ella sabiéndolo, conociéndome de memoria, y habiendo trascendido el rojo, bordó, violeta virulento, intentó que yo compartiera algo de esa vergüenza y me eligió de cómplice cuando inquirió, vía celular: ¿a qué no adivinas que tengo en la mano?  No puedo jurar, si blandió el chiche o no, yo estaba rojo bordó comprando en un kiosco y el solo rubor de mi cara, enloqueció al vendedor que le agarró un ataque de risa, al saber la causa. 

Conclusión ella la pasó de diez mientras yo trataba de remar con la vergüenza de mi recuerdo, de mi paso por uno de esos lugares, la tentación de risa (a las mujeres se nos da por reír cuando nos avergonzamos), el recuerdo del kiosquero y las ganas de largar todo e irme al sex shop con mi amiga. 

Así sería más justo y la historia la escribiríamos a dos manos diciendo: las aventuras de un par de amigas perdidas en un sex shop, sería más justo, pero para balancear las cosas mejor organizo una sex shop ware en casa y listo el pollo y la gallina.

Por Mónica Beatriz Gervasoni

   

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