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Alto Verde

Un recuerdo de mi infancia, en una fecha muy especial…

No eran tiempos de galeones, la ciudad había
hecho dunas el recuerdo de los conquistadores. Y en los hilos más olvidados
de la trama de la vida estaba la historia de papá  y su elenco de amigos
delirantes, el imprentero que soñaba teñir Dólares falsos con mate cocido,
el técnico con aires de científico buscador del movimiento continuo; y los
locos moderados profesionales con máculas como El Duque, escribano esgrimista
que gustaba recitar acompañado al piano por su madre. Y Don Rossica, Chef de
Hotel Internacional con ansias de aventura.

 
Fué en una siesta de esas, mi padre
apareció eufórico.
(Mamá)-¿Qué pasa, Pepe?.
– Después les cuento, vine a cargar unas
palas y linternas, tengo al viejo Rossica esperando en el auto.
Cruzó el Puente Colgante, rodeó la fuente
de los sapitos, sobreviviente del Parque Oroño, un caminito se dibujaba
torpemente.
-¿Es acá, Don Rossica?
-Ma” no, dopo il ponte Palito..
 
Alto Verde, una picardía de la naturaleza,
la vegetación nacida de la arena dragada, un ramito de arcilla florecido. Los
ranchos de barro y paja embanderados por telas sabaleras. El reflejo plateado
del río luminoso. Pasaron el centro del pueblo, Villa Sarampión, por la
calle principal; peatonal a fuerza de borrachos los fines de semana, se tejían
malevos a cuchillo con cabecitas rubias de niños clandestinos de marineros
lejanos. Familias enteras paseando, algunos de a caballo. La guitarra de
misioneros y monjas buscando a Dios en la isla. Y en los pasajes, carteles de
ortografía dudosa: “SE VENDE CARVON”; “KEROSEN”; “COPETIN
AL PASO”.
La Iglesia, la escuela, la lomita donde se
bifurca el camino entre el nuevo, ese que cada año lleva el río, y el viejo,
donde perdido entre los árboles de un rancho, una morena recibe a su amante.
Finalmente, tras un jardín de salvias y
paicos, más nido que morada cristiana, los esperó el rancho de Don Rossica:
las paredes formadas de hileras de latas de aceite y cemento, piso de parquet
de cajón de manzanas, y la hamaca colgada del techo con mosquitero.
– Este es mi palazzette, peppe, usted tiene
que tener una casita, io le consiguo il terreno.
 
Al poco tiempo papá compró una lomita,
segura contra las inundaciones, según cuentan allí se levantaba un rancho
incendiado en un ajuste de cuentas. Primero los cimientos. Al estar las cuatro
paredes levantadas, lo llamábamos pretenciosamente “casa”. Ibamos
todos los Domingos en el Fiat 600 que hacía de transporte de ladrillos. Papá
bajaba primero con botas y revisaba el lugar por si las víboras, plantábamos
una sombrilla por carecer aún de techo y despuntábamos el vicio dominguero;
tortafritas y matecocidos, pesca con boguero para los más chicos y huerta.
Del jardín me encargué en gran parte. 
Respeté el pisingallo que sirviera de alimento a las gallinas que sin ser
nuestras merodeaban la zona.
Paraísos, sauces de la costa, aromitos.
Los plantines de frutillas, naranjos,
rosales, desaparecían apenas crecidos. Al tiempo descubrimos que los robaban.
Lo techamos con un poste gigante de palmera
olvidado por la Municipalidad después de los corsos; y las chapas salieron
del corralón de Don Juan, donde mis hermanos canjeaban ollas viejas por
imanes y yo consiguiera mi primer libro antiguo donde estampas del 
novecento contaban la caída de Babilonia, desde zapatos ortopédicos usados
hasta reliquias de la Segunda Guerra podíamos hallar en lo de Don Juan. Mi
memoria se llevó su rostro, pero el olor a hierros oxidados y maderas
persistió.   Muebles de toda clase, incluyendo una mesita pescada
en la costanera y restaurada, completaron la casita.
Era como vivir en dos mundos al cruzar el
puente. Conocí personas eclipsadas por la ciudad, la canoa como vida.
Por unas horas entendíamos su soledad. Don
Pedro el vecino pescaba, hablaba y hasta hacía el amor borracho. Con cinco
hijos, uno preso y los demás volados como pájaros espantados por el sonido
gangoso de su voz que coronaba todo con un “sabe cómo lo quiero…”
y estiraba un abrazo sin respuesta.
Nos internábamos en el monte para
comprarle quesos a Doña Victorina. Era mulata, nieta de una esclava uruguaya
fugada en el 1800. Como templo perdido en la selva, su rancho desafiaba todas
las leyes del desamparo sin luces de ciudad, ni agua corriente. Doña
Victorina mostraba su sonrisa de nubes a sus ocasionales visitantes.

¿Y Juancito? . Éramos niños, pero jamás lo vi jugar, recorría el espinel
con la canoa, siempre trabajando parco. Nos encontrábamos en la costa cuando
el monte se traga al sol, el río se esconde en la oscuridad  y la Luna
resuena en el golpetear de los remos. Ambos juntábamos aparejos, sillones, cañas
para guardar en el rancho. A Juan lo esperaba el río del amanecer. A mí, la
escuela citadina.